Hace tres décadas, con el fin de la
Guerra Fría y el desmantelamiento de las dictaduras de América del Sur,
muchos esperaban que por fin se materializara el famoso “dividendo de la
paz” prometido por Bush padre y Thatcher. No hubo suerte. Lo que hemos
tenido han sido continuas guerras, levantamientos, intolerancia y
fundamentalismos de todo tipo, religiosos, étnicos e imperialistas. Las
revelaciones sobre las redes de vigilancia occidentales han acrecentado
el sentimiento de que las instituciones democráticas no están
funcionando como deberían y que, nos guste o no, estamos ante el
crepúsculo de la propia democracia.
Un crepúsculo que comenzó a principios de
los noventa del siglo pasado con la implosión de la antigua Unión
Soviética y la toma del poder, en Rusia, Asia Central y buena parte de
Europa del Este, por parte de antiguos burócratas del Partido Comunista
carentes de visión, muchos de los cuales se convirtieron rápidamente en
multimillonarios. Los oligarcas que se hicieron con algunas de las
propiedades más caras del mundo, incluyendo algunas en Londres, pueden
haber sido en su momento miembros del Partido Comunista, pero también
fueron unos oportunistas sin otro compromiso que el de alcanzar el poder
y llenarse los bolsillos. El vacío que dejó el colapso del sistema de
partidos ha sido llenado por cosas distintas en diferentes lugares del
mundo, entre ellas la religión, y no solo el Islam. Las estadísticas que
muestran el aumento de la religiosidad en el mundo occidental son
dramáticas; solo hay que fijarse en Francia. Además, hemos visto el auge
de un imperio global con un poder sin precedentes. Estados Unidos es la
potencia militar indiscutible y domina la política mundial, incluso la
de los países a los que trata como enemigos.
Si comparamos la reciente demonización de
Putin con el trato que recibió Yeltsin en los tiempos en los que éste
cometió atrocidades mucho más estremecedoras –destruir por completo la
ciudad de Grozny, por ejemplo– vemos que lo que está en juego no son los
principios, sino los intereses del poder dominante mundial. Nunca antes
ha existido un imperio semejante, y no es probable que vuelva a haber
uno igual. En Estados Unidos se ha producido el desarrollo económico más
notable de los últimos tiempos con la aparición de la revolución IT (de
las Tecnologías y la Información) en la costa oeste. Sin embargo, a
pesar de estos avances en la tecnología capitalista, la estructura
política de Estados Unidos apenas ha cambiado en el último siglo y
medio. Tal vez tenga el control militar, económico e incluso cultural
–su poder blando domina el mundo– pero sigue sin haber señales de cambio
político en su interior. ¿Podrá mantenerse esta contradicción?
A nivel mundial está habiendo un debate
sobre la decadencia del imperio estadounidense. Y existe abundante
literatura que analiza el tema y sostiene que el declive ha empezado y
es irreversible. El imperio estadounidense ha tenido dificultades, ¿qué
imperio no las ha tenido? Las cosas se le complicaron en los sesenta,
los setenta y los ochenta: muchos pensaron que la derrota sufrida en
Vietnam en 1975 era definitiva. No lo fue, y Estados Unidos no ha vuelto
a sufrir otro revés semejante desde entonces. Pero a menos que
conozcamos y comprendamos cómo funciona este imperio a nivel global,
será muy difícil proponer un conjunto de estrategias para combatirlo o
contenerlo o, como reclaman teóricos realistas como el fallecido
Chalmers Johnson y John Mearsheimer, conseguir que Estados Unidos
desmantele sus bases, salga de los países donde interviene y solo actúe a
nivel global cuando esté amenazado como país. Muchos realistas
estadounidenses sostienen la necesidad de dicha retirada, pero lo hacen
desde una posición de debilidad en el sentido de que los reveses que
ellos consideran irreversibles no lo son. Hay muy pocos reveses de los
que el imperio no pueda recuperarse. Algunos argumentos sobre su
debilitamiento son simplistas, como por ejemplo que todos los imperios
que han existido al final se han derrumbado. Eso es cierto, desde luego,
pero existen motivos para esos colapsos, y en este momento Estados
Unidos sigue siendo inexpugnable: ejerce su poder blando en todo el
mundo, incluyendo los feudos de sus rivales económicos; su poder duro
todavía es dominante, permitiéndole ocupar aquellos países que considera
enemigos; y su poder ideológico sigue siendo arrollador en Europa y más
allá.
No obstante, Estados Unidos ha sufrido
contratiempos a escala semi-continental en América del Sur, y estos han
sido políticos e ideológicos más que económicos. La sucesión de
victorias electorales de partidos de izquierdas en Venezuela, Ecuador y
Bolivia demostró que podía haber una posible alternativa dentro del
capitalismo. Ninguno de estos gobiernos, sin embargo, está desafiando al
sistema capitalista, y lo mismo vale para los partidos radicales que
han aparecido recientemente en Europa. Ni Syriza en Grecia ni Podemos en
España suponen una amenaza para el sistema; aunque las reformas que
proponen son mejores que las políticas que llevó a cabo Attlee en Gran
Bretaña después de 1945. Al igual que los partidos progresistas en
América del Sur, combinan programas esencialmente socialdemócratas con
una amplia movilización social.
Ahora bien, las reformas socialdemócratas
se han vuelto intolerables para el sistema económico neoliberal
impuesto por el capital global. Si se argumenta, como hacen (si no
explícita, implícitamente) quienes están en el poder, que es necesario
tener una estructura política que no permita desafiar al sistema,
entonces vivimos tiempos peligrosos. Convertir el terrorismo en una
amenaza equivalente a la amenaza comunista de antaño resulta
extravagante. El uso de la propia palabra “terrorismo”, los proyectos de
ley aprobados en el Parlamento y el Congreso para impedir que la gente
diga lo que piensa, el examen previo de las personas invitadas a dar
conferencias en las universidades, la idea de que antes de permitirles
entrar en el país hay que saber qué es lo que los conferencistas
extranjeros van a decir: parecen cosas sin importancia, pero son
emblemáticas de la época en que vivimos. Y asusta la facilidad con que
se acepta todo esto. Si lo que se nos dice es que el cambio no es
posible, que el único sistema concebible es el actual, entonces vamos a
tener problemas. A la larga no será aceptado. Y si se impide que la
gente hable, piense, o desarrolle alternativas políticas, no será solo
el trabajo de Marx el que quede relegado al olvido. Karl Polanyi, el
teórico socialdemócrata más cualificado, sufrirá el mismo destino.
Hemos visto desarrollarse una forma de
gobierno que yo denomino de centro extremo, que en este momento gobierna
en grandes áreas de Europa e incluye partidos de izquierda, centro
izquierda, centro derecha y derecha. Un sector entero del electorado,
los jóvenes en particular, siente que votar no cambia nada, teniendo en
cuenta los partidos existentes. El centro extremo desata guerras, ya sea
por cuenta propia o en nombre de Estados Unidos; apoya las medidas de
austeridad; defiende la vigilancia como absolutamente necesaria para
vencer al terrorismo, sin ni siquiera preguntarse porqué existe el
terrorismo: hacerse esta pregunta prácticamente convierte a uno en
terrorista. ¿Por qué actúan así los terroristas? ¿Están trastornados?
¿Tiene algo que ver con lo más profundo de su religión? Estas preguntas
son contraproducentes e inútiles. Si preguntas si la política imperial
estadounidense o la política exterior británica o francesa no serán de
alguna manera responsables, te atacan. Pero, por supuesto, las agencias
de información y los servicios de seguridad saben de sobra que el motivo
por el que la gente se vuelve loca –y es una forma de locura– no se
halla en la religión sino en lo que ven. Hussein Osman, uno de los
condenados por los atentados fallidos del metro de Londres del 21 de
julio de 2005, fue detenido en Roma una semana después. “Más que rezar
discutíamos del trabajo, la política, la guerra en Iraq”, dijo a los
interrogadores italianos. “Siempre tuvimos nuevas películas de la guerra
en Iraq […] aquellas en las que se podía ver a las mujeres y los niños
iraquíes que habían sido asesinados por soldados estadounidenses y
británicos”. Eliza Mannigham-Buller, que en 2007 renunció como directora
del MI5, dijo: “Nuestra participación en Iraq, queriendo lograr un
mundo mejor, ha radicalizado a una generación entera de jóvenes”.
Antes de la guerra de 2003, bajo la
autoritaria dictadura de Sadam y su antecesor, el nivel de educación en
Iraq era el más elevado de Oriente Medio. Cuando señalas esto te acusan
de ser un apologista de Sadam, pero en los años 80 en la Universidad de
Bagdad había más profesoras que las que tenía Princeton en 2009; había
guarderías para facilitar que las mujeres enseñaran en las escuelas y
las universidades. En Bagdad y Mosul –actualmente ocupada por el Estado
Islámico– había bibliotecas con siglos de antigüedad. La biblioteca de
Mosul funcionaba en el siglo XVIII y en sus depósitos albergaba
manuscritos de la antigua Grecia. La biblioteca de Bagdad, como sabemos,
fue saqueada después de la ocupación y lo que está ocurriendo
actualmente en las bibliotecas de Mosul no es ninguna sorpresa, con
miles de libros y manuscritos destruidos.
Todo lo que ha ocurrido en Iraq es
consecuencia de esa guerra desastrosa que adquirió proporciones
genocidas. El número de muertos sigue sin esclarecerse porque la
Coalición de la Voluntad no cuenta las víctimas civiles del país que
está ocupando. ¿Para qué molestarse? Pero otros han estimado que más de
un millón de iraquíes fueron asesinados, sobre todo civiles. El gobierno
títere instalado por la ocupación confirmó estas cifras de manera
indirecta en 2006 al admitir oficialmente que había cinco millones de
huérfanos en Iraq. La ocupación de Iraq es uno de los actos más
destructivos de la historia moderna. A pesar de que Hiroshima y Nagasaki
fueron bombardeadas con armas nucleares, la estructura social y
política del Estado japonés se mantuvo; aunque los alemanes y los
italianos fueron derrotados en la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte
de sus estructuras militares, de información, policiales y judiciales
se dejaron como estaban porque ya había otro enemigo a las puertas: el
comunismo. Sin embargo, Iraq fue tratada como ningún otro país había
sido tratado antes. La razón por la que la gente no acaba de ver esto es
que cuando comenzó la ocupación todos los corresponsales regresaron a
casa. Las excepciones pueden contarse con los dedos de una mano: Patrick
Cockburn, Robert Fisk y uno o dos más. La infraestructura social de
Iraq sigue sin funcionar años después de que la ocupación haya
terminado; ha sido destrozada. El país ha sido desmodernizado. Occidente
ha destruido los sistemas educativo y de salud iraquíes; entregó el
poder a un grupo de partidos clericales chiíes que inmediatamente se
embarcaron en un baño de sangre revanchista. Varios cientos de
profesores universitarios fueron asesinados. Si esto no es desorden,
¿qué lo es?
En el caso de Afganistán, todo el mundo
sabe qué es lo que había detrás de este gran intento, como lo llamaron
los estadounidenses y británicos, de “modernizar” el país. Cherie Blair y
Laura Bush dijeron que era una guerra por la liberación de las mujeres.
Si lo hubiera sido, habría sido la primera en la historia. Ahora
sabemos lo que fue realmente: una cruda guerra de revancha que fracasó
porque la ocupación fortaleció a quienes buscaba destruir. La guerra no
solo devastó Afganistán y la infraestructura que tuviera, sino que
además desestabilizó Pakistán, que cuenta con armas nucleares y
actualmente es un Estado muy peligroso.
Estas dos guerras no le han hecho bien a
nadie, pero han conseguido dividir el mundo árabe y musulmán, fuera esa
su intención o no. La decisión de Estados Unidos de entregar el poder a
los partidos clericales chiíes profundizó la división suní-chií: en
Bagdad, una ciudad mixta en un país donde eran comunes los matrimonios
entre suníes y chiíes, hubo una limpieza étnica. Los estadounidenses
actuaron como si los suníes fueran los partidarios de Sadam, pese a que
muchos de ellos habían sido encarcelados arbitrariamente bajo su
mandato. Esta división ha paralizado el nacionalismo árabe durante mucho
tiempo. Las luchas actuales tienen que ver con el bando al que apoya
Estados Unidos en cada conflicto: en Iraq, a los chiíes.
La demonización de Irán es profundamente
injusta, porque sin el apoyo tácito de los iraníes los estadounidenses
no podrían haber ocupado Iraq. La resistencia iraquí a la ocupación no
se quebró hasta que los iraníes le dijeron al líder de los chiíes,
Muqtada al-Sadr, que había estado colaborando con los opositores suníes
al régimen, que la abandonase. Al-Sadr fue trasladado a Teherán y allí
se le concedieron “vacaciones” por un año. Sin el apoyo iraní, tanto en
Iraq como en Afganistán, a Estados Unidos le habría resultado muy
difícil mantener sus ocupaciones. Todo ello le fue agradecido con
sanciones, una demonización cada vez mayor, y doble rasero: Israel puede
tener armas nucleares, tú no. En estos momentos Oriente Medio es un
desastre total: el poder central más importante es Israel, y está
extendiéndose; los palestinos han sido derrotados y seguirán estándolo
por mucho tiempo; todos los principales países árabes están destrozados,
primero Iraq, ahora Siria; Egipto, con una brutal dictadura militar en
el poder, está torturando y asesinando como si la llamada primavera
árabe nunca hubiera tenido lugar: de hecho, para los dirigentes
militares nunca ocurrió.
En cuanto a Israel, el apoyo ciego que
recibe de Estados Unidos es una vieja historia. Y cuestionarla, hoy por
hoy, supone ser etiquetado de antisemita. El peligro que tiene esta
estrategia es que si le dices a una generación que solo ha conocido el
Holocausto a través de las películas que atacar a Israel es antisemita,
la respuesta va a ser: ¿Y qué? “Llámanos antisemitas si quieres”, dirá
la gente joven. “Si eso significa estar en contra tuya, los somos”. De
modo que no sirve de nada. Resulta inconcebible pensar que algún
Gobierno de Israel vaya a otorgar un Estado a los palestinos. Como nos
advirtió el fallecido Edward Said, los Acuerdos de Oslo fueron un
Tratado de Versalles palestino. En realidad fueron algo mucho peor.
La desintegración de Oriente Medio que
comenzó después de la Primera Guerra Mundial continúa. No podemos saber
si Iraq será dividido en tres países, o si Siria será dividida en dos o
tres países. Pero no nos sorprendería que todos los Estados de la
región, salvo Egipto, que es demasiado grande para desmantelarlo,
terminaran convertidos en bantustanes o principados, al estilo de Qatar y
los otros Estados del Golfo, financiados y mantenidos por los sauditas
por un lado y los iraníes por el otro.
Todas las esperanzas suscitadas por la
primavera árabe se han hundido y es importante entender por qué. Muchos
de los que participaron en ellas no vieron –en gran medida por razones
generacionales– que para lograr los efectos deseados hace falta algún
tipo de movimiento político. No fue una sorpresa que los Hermanos
Musulmanes, que participaron en las protestas de Egipto al final, se
hicieran con el poder: era el único partido político real que había en
Egipto. Pero luego los Hermanos Musulmanes hicieron el juego al Ejército
actuando como Mubarak –proponiendo tratos a las fuerzas de seguridad,
proponiendo tratos a los israelíes– y la gente empezó a preguntarse de
qué servía que estuvieran en el poder. El Ejército consiguió apoyos y se
deshizo de los Hermanos. Todo esto ha desmoralizado a una generación
entera en Oriente Medio.
* * *
¿Cuál es la situación en Europa? Lo
primero que hay que señalar es que no hay un solo país de la Unión
Europea que tenga verdadera soberanía. Después del fin de la Guerra Fría
y la reunificación, Alemania se ha convertido en el país más fuerte y
estratégicamente más importante de Europa, pero aún así no tiene total
soberanía: Estados Unidos sigue dominando en muchos niveles,
especialmente en lo que respecta a las Fuerzas Armadas. Gran Bretaña se
convirtió en un Estado semi-vasallo después de la Segunda Guerra
Mundial. Los últimos primer ministros británicos que actuaron como si
Gran Bretaña fuera un Estado soberano fueron Harold Wilson, que se negó a
enviar tropas británicas a Vietnam, y Edward Heath, que impidió que las
bases británicas fueran utilizadas para bombardear Oriente Medio.
Desde entonces Gran Bretaña ha hecho siempre lo que le ordenaba Estados Unidos, aun cuando una parte importante del establishment
británico estuviera en contra. En el Ministerio de Asuntos Exteriores
hubo claras muestras de enojo durante la Guerra de Iraq por considerar
que no había ninguna necesidad de involucrar a Gran Bretaña. En 2003,
cuando la guerra ya estaba en marcha, fui invitado a dar una conferencia
en Damasco; allí recibí una llamada telefónica de la embajada británica
pidiéndome que fuera a comer. Me pareció raro. Al llegar me dio la
bienvenida el embajador y me dijo: “Solo quiero tranquilizarle, además
de comer, vamos a hablar de política”. En la comida dijo: “Ha llegado el
turno de preguntas, empezaré yo. Tariq Ali, leí el artículo que publicó
en The Guardian argumentando que Tony Blair debería ser
demandado por crímenes de guerra en la Corte Penal Internacional. ¿Le
importaría explicarnos por qué?” Estuve diez minutos explicándoselo ante
el desconcierto de los invitados sirios. Al final el embajador dijo:
“Estoy totalmente de acuerdo, no sé qué opinarán los demás”. Cuando los
invitados se marcharon le dije: “Fue muy valiente de su parte”. Y el
hombre del MI6 que había estado en la comida dijo: “Sí, puede
permitírselo porque se jubila en diciembre”. Pero algo muy parecido
ocurrió en la embajada en Viena, donde di una conferencia de prensa
contra la guerra de Iraq en el salón del embajador. Estos hombres no
eran tontos, sabían perfectamente lo que estaban haciendo. Y actuaron
así por la humillación que sintieron al tener un Gobierno que, a pesar
de que los estadounidenses habían dicho que se las podían apañar sin
Gran Bretaña, decidió involucrarse de todos modos.
Los alemanes saben que no tienen
soberanía pero cuando lo apuntas se encogen de hombros. A muchos de
ellos no les gusta, tienen demasiado presente su pasado, esa idea de
estar casi genéticamente predispuestos a la guerra: una idea absurda,
que alguna gente que debería ser más sensata ha vuelto a expresar al
celebrarse los aniversarios de la Primera Guerra Mundial. Pero lo cierto
es que política, ideológica, militar e incluso económicamente, la Unión
Europea está en manos del imperio global. Cuando la elite europea
ofreció a Grecia aquella lamentable suma de dinero, Timothy Geithner, el
entonces secretario del Tesoro estadounidense, tuvo que intervenir
diciéndole a la UE que aumentase el fondo de rescate hasta los 500 mil
millones de euros. Vacilaron, pero finalmente hicieron lo que los
estadounidenses querían. Todas las expectativas que, desde su
planteamiento inicial, suscitó la idea de un continente independiente de
otras potencias que siguiera su propio camino, desaparecieron al final
de la Guerra Fría. Justo cuando parecía que se podía lograr ese
objetivo, Europa se convirtió en un continente fiel a los banqueros, la
Europa del dinero, un lugar sin perspectiva social que no cuestionó el
orden neoliberal.
A los griegos se les está castigando no
tanto por la deuda como por no estar llevando a cabo las reformas
exigidas por la UE. El gobierno de derechas derrotado por Syriza solo
consiguió que se aprobaran 3 de las 14 reformas que la UE pedía
insistentemente. No pudieron hacer más porque lo que fue aprobado puso a
Grecia en una situación que recuerda a Iraq: la desmodernización; las
privatizaciones completamente innecesarias vinculadas a la corrupción
política; el empobrecimiento de la mayoría de la población. Por eso los
griegos eligieron un Gobierno que quería cambiar las cosas, y entonces
les dijeron que no podían. La UE teme que se produzca el efecto dominó:
si los griegos son recompensados por votar a Syriza, otros países
podrían elegir gobiernos similares, así que Grecia debe ser aplastada.
No se puede echar a los griegos de la UE –no lo permite la Constitución–
ni de la Eurozona, pero sí hacerles la vida muy difícil de modo que
tengan que salirse del euro y establecer un euro griego, o un euro
dracma, para que el país siga funcionando. Pero si sucediera eso las
condiciones empeorarían, al menos temporalmente, de ahí que los griegos
no tienen más alternativa que resistir. El peligro está en que, en este
entorno tan precario, la gente podría girar rápidamente hacia la
derecha, hacia Amanecer Dorado, un partido explícitamente fascista. Esa
es la magnitud del problema, y actuar como lo está haciendo la elite del
euro –es decir, como el centro extremo– es una estrategia insensata y
corta de miras.
Y luego está el auge de China. No hay
duda de las enormes ganancias que ha generado el capitalismo en China;
las economías de China y Estados Unidos son sorprendentemente
independientes. Cuando hace poco un veterano sindicalista estadounidense
me preguntaba qué le había pasado a la clase obrera estadounidense, mi
respuesta fue inmediata: la clase obrera estadounidense está ahora en
China. Sucede además que China no está ni remotamente cerca de ocupar el
lugar de Estados Unidos. Las cifras que manejan los economistas
muestran que, en lo que verdaderamente cuenta, los chinos todavía están
por detrás. Si observamos los porcentajes por Estados de familias
millonarias del mundo en 2012 tenemos: Estados Unidos, 42,5%; Japón,
10,6%; China, 9,4%; Gran Bretaña, 3,7%; Suiza, 2,9%; Alemania, 2,7%;
Taiwán, 2,3%; Italia, 2%; Francia, 1,9%. Así que, en términos de fuerza
económica, Estados Unidos continúa teniendo buenos resultados. En muchos
mercados claves –industria farmacéutica, industria aeroespacial,
programas informáticos, equipo médico– domina Estados Unidos. Las cifras
de 2010 mostraron que tres cuartos de las doscientas mayores empresas
exportadoras de China –y son estadísticas chinas– son de propiedad
extranjera. Hay muchísima inversión extranjera en China, a menudo de
países vecinos como Taiwán. Foxconn, que fabrica ordenadores para Apple
en China, es una empresa taiwanesa.
La idea de que los chinos van a hacerse
de repente con el poder y ocupar el lugar de Estados Unidos es una
tontería. Es inverosímil militarmente; es inverosímil económicamente; y
política e ideológicamente es obvio que tampoco es el caso. Cuando
comenzó el declive del Imperio británico, décadas antes de que se
desmoronara, la gente sabía lo que estaba pasando. Tanto Lenin como
Trotsky se dieron cuenta de que los británicos se estaban hundiendo. Hay
un discurso maravilloso de Trotsky, pronunciado en 1924 en el marco de
la IV Internacional Comunista en el que, con un estilo inimitable, hizo
las siguientes declaraciones sobre la burguesía inglesa:
Su carácter ha sido moldeado a lo
largo de siglos. La autoestima de clase ya está en su sangre y su
médula, sus nervios y sus huesos. Será muy difícil quitarles la
confianza en sí mismos como dirigentes mundiales. Pero el americano se
la quitará lo mismo cuando se ponga manos a la obra en serio. En vano se
consuela el burgués británico pensando que servirá de guía al inexperto
americano. Sí, habrá un periodo de transición. Pero el quid de la
cuestión no está en los hábitos del liderazgo diplomático sino en el
poder real, el capital y la industria existentes. Y los Estados Unidos,
si nos fijamos en su economía, desde la avena hasta los grandes
acorazados de última generación, ocupan el primer lugar. Producen todas
las necesidades básicas hasta alcanzar entre la mitad y los dos tercios
de lo que se produce en todo el mundo.
Si cambiáramos el texto, y en vez del
“carácter de la burguesía inglesa” dijéramos el “carácter de la
burguesía estadounidense ha sido moldeado durante siglos […] pero el
chino se la quitará lo mismo”, no tendría sentido.
* * *
¿Dónde vamos a terminar al final de este
siglo? ¿Dónde estará China? ¿Prosperará la democracia occidental? Una
cosa que ha quedado clara en las últimas décadas es que no ocurre nada a
menos que la gente quiera que ocurra; y si la gente quiere que ocurra,
empieza a moverse. Uno hubiera pensado que los europeos aprenderían algo
del desplome provocado por la reciente recesión y actuarían, pero no lo
hicieron: se limitaron a poner tiritas y a esperar que la herida dejara
de sangrar. Entonces, ¿dónde deberíamos buscar la solución? Uno de los
pensadores más creativos hoy en día es el sociólogo alemán Wolfgang
Streeck, que insiste en que se necesita desesperadamente una estructura
alternativa a la Unión Europea y en que ésta exigirá más democracia en
cada una de las etapas, tanto a nivel provincial y de ciudades como a
nivel nacional y europeo. Hace falta un esfuerzo concertado para
encontrar una alternativa al sistema neoliberal. Ya tenemos un principio
en Grecia y en España, y podría extenderse.
Mucha gente en Europa del Este siente
nostalgia de las sociedades anteriores a la caída de la Unión Soviética.
Los regímenes comunistas que gobernaron el bloque soviético después de
la llegada de Khrushchev al poder podrían describirse como dictaduras
sociales: regímenes esencialmente débiles con una estructura política
autoritaria, pero con una estructura económica que ofrecía a la gente
más o menos lo mismo que la socialdemocracia sueca o británica. En una
encuesta realizada en enero, el 82% de los encuestados en la antigua
Alemania del Este dijeron que se vivía mejor antes de la reunificación.
Cuando se les preguntó los motivos, dijeron que había más sentido de
comunidad, más instalaciones, el dinero no era lo principal, la vida
cultural era mejor y no se los trataba como ciudadanos de segunda clase,
como ocurre ahora. La actitud de los alemanes occidentales hacia los
orientales no tardó en convertirse en un problema serio; tan serio que
el segundo año después de la reunificación, Helmut Schmidt, el ex
canciller alemán y no precisamente un radical, dijo en la conferencia
del Partido Social Demócrata que los alemanes del este estaban siendo
tratados de manera absolutamente equivocada. Dijo que no se podía seguir
ignorando la cultura de Alemania del Este; y que si tuviera que elegir
los tres mejores escritores alemanes escogería a Goethe, Heine y Brecht.
A los asistentes se les cortó la respiración cuando nombró a Brecht.
Los prejuicios contra el Este estaban profundamente arraigados. La razón
por la que las revelaciones de Snowden impactaron tanto a los alemanes
es que de pronto resultó evidente que estaban viviendo bajo vigilancia
permanente, cuando una de las mayores campañas ideológicas en Alemania
Occidental tuvo que ver precisamente con el daño causado por la Stasi,
que se dijo espiaba a todos en todo momento. Bien, la Stasi no tenía
capacidad tecnológica para un sistema de espionaje omnipresente: en la
escala de vigilancia, Estados Unidos está muy por delante del viejo
enemigo de Alemania Occidental.
Los antiguos alemanes del este no solo
prefieren el viejo sistema político, también ocupan el primer puesto en
la lista de ateos: el 52,1% de la población no cree en Dios; la
República Checa se sitúa en segundo lugar con el 39,9%; la Francia laica
está por debajo con el 23,3% (laicismo en Francia significa cualquier
cosa que no sea islámico). Si observamos el otro extremo, el país con la
mayor proporción de creyentes es Filipinas con el 83,6%, seguido de
Chile, 79.4%; Israel, 65,5%; Polonia, 62%; Estados Unidos, 60,6%;
comparada con los cuales Irlanda es un bastión de moderación con solo un
43,2%. Si los encuestadores hubieran visitado el mundo islámico para
hacer esas mismas preguntas seguramente se habrían sorprendido de las
respuestas obtenidas en Turquía, por ejemplo, o incluso en Indonesia. No
se puede circunscribir la creencia religiosa a una única parte del
globo.
Este es un mundo mestizo y confuso. Sus
problemas no cambian, tan solo adquieren nuevas formas. En Esparta, en
el siglo III a.C., después de las Guerras del Peloponeso, fue creciendo
una grieta entre la elite dirigente y la gente común, y quienes
gobernaban exigieron cambios porque la brecha entre ricos y pobres se
había vuelto tan enorme que resultaba intolerable. La sucesión de los
monarcas radicales Agis IV, Cleómenes III y Nabis creó una estructura
que permitió revivir el Estado; se liberó a los esclavos; se permitió
votar a todos los ciudadanos; y la tierra confiscada a los ricos se
distribuyó entre los pobres (algo que actualmente no permitiría el BCE).
Temerosa de que cundiera el ejemplo, la temprana República Romana envió
sus legiones bajo el mando de Tito Quincio Flaminio contra Esparta.
Según Tito Livio, esta fue la respuesta de Nabis, el rey de Esparta, y
al leerla se siente la frialdad y dignidad que había en sus palabras:
No midáis lo que se hace en
Lacedemonia a través de vuestras propias instituciones […] Vosotros
escogéis vuestra caballería, igual que vuestra infantería, de acuerdo
con su renta; queréis que pocos destaquen por sus riquezas y que la masa
de la población esté sometida a ellos. Nuestro legislador no quiso que
el Gobierno estuviera en manos de unos pocos, como los que vosotros
denomináis Senado, ni se permitió a ningún orden que tuviera
preponderancia en el Estado; creía que la igualdad de rango y fortuna
era necesaria para que pudiera existir un gran número de hombres que
empuñasen las armas por su patria.
Tariq Ali es un escritor y director de cine pakistaní. Su último libro es The Extreme Centre: a Warning.
[Este ensayo fue publicado originalmente en la London Review of Books]
Original en inglés: Counterpunch
Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza.
Fuente: Rebelión
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