martes, 19 de mayo de 2015

“El nuevo desorden mundial”: Tariq Ali

Hace tres décadas, con el fin de la Guerra Fría y el desmantelamiento de las dictaduras de América del Sur, muchos esperaban que por fin se materializara el famoso “dividendo de la paz” prometido por Bush padre y Thatcher. No hubo suerte. Lo que hemos tenido han sido continuas guerras, levantamientos, intolerancia y fundamentalismos de todo tipo, religiosos, étnicos e imperialistas. Las revelaciones sobre las redes de vigilancia occidentales han acrecentado el sentimiento de que las instituciones democráticas no están funcionando como deberían y que, nos guste o no, estamos ante el crepúsculo de la propia democracia.

Un crepúsculo que comenzó a principios de los noventa del siglo pasado con la implosión de la antigua Unión Soviética y la toma del poder, en Rusia, Asia Central y buena parte de Europa del Este, por parte de antiguos burócratas del Partido Comunista carentes de visión, muchos de los cuales se convirtieron rápidamente en multimillonarios. Los oligarcas que se hicieron con algunas de las propiedades más caras del mundo, incluyendo algunas en Londres, pueden haber sido en su momento miembros del Partido Comunista, pero también fueron unos oportunistas sin otro compromiso que el de alcanzar el poder y llenarse los bolsillos. El vacío que dejó el colapso del sistema de partidos ha sido llenado por cosas distintas en diferentes lugares del mundo, entre ellas la religión, y no solo el Islam. Las estadísticas que muestran el aumento de la religiosidad en el mundo occidental son dramáticas; solo hay que fijarse en Francia. Además, hemos visto el auge de un imperio global con un poder sin precedentes. Estados Unidos es la potencia militar indiscutible y domina la política mundial, incluso la de los países a los que trata como enemigos.

Si comparamos la reciente demonización de Putin con el trato que recibió Yeltsin en los tiempos en los que éste cometió atrocidades mucho más estremecedoras –destruir por completo la ciudad de Grozny, por ejemplo– vemos que lo que está en juego no son los principios, sino los intereses del poder dominante mundial. Nunca antes ha existido un imperio semejante, y no es probable que vuelva a haber uno igual. En Estados Unidos se ha producido el desarrollo económico más notable de los últimos tiempos con la aparición de la revolución IT (de las Tecnologías y la Información) en la costa oeste. Sin embargo, a pesar de estos avances en la tecnología capitalista, la estructura política de Estados Unidos apenas ha cambiado en el último siglo y medio. Tal vez tenga el control militar, económico e incluso cultural –su poder blando domina el mundo– pero sigue sin haber señales de cambio político en su interior. ¿Podrá mantenerse esta contradicción?

A nivel mundial está habiendo un debate sobre la decadencia del imperio estadounidense. Y existe abundante literatura que analiza el tema y sostiene que el declive ha empezado y es irreversible. El imperio estadounidense ha tenido dificultades, ¿qué imperio no las ha tenido? Las cosas se le complicaron en los sesenta, los setenta y los ochenta: muchos pensaron que la derrota sufrida en Vietnam en 1975 era definitiva. No lo fue, y Estados Unidos no ha vuelto a sufrir otro revés semejante desde entonces. Pero a menos que conozcamos y comprendamos cómo funciona este imperio a nivel global, será muy difícil proponer un conjunto de estrategias para combatirlo o contenerlo o, como reclaman teóricos realistas como el fallecido Chalmers Johnson y John Mearsheimer, conseguir que Estados Unidos desmantele sus bases, salga de los países donde interviene y solo actúe a nivel global cuando esté amenazado como país. Muchos realistas estadounidenses sostienen la necesidad de dicha retirada, pero lo hacen desde una posición de debilidad en el sentido de que los reveses que ellos consideran irreversibles no lo son. Hay muy pocos reveses de los que el imperio no pueda recuperarse. Algunos argumentos sobre su debilitamiento son simplistas, como por ejemplo que todos los imperios que han existido al final se han derrumbado. Eso es cierto, desde luego, pero existen motivos para esos colapsos, y en este momento Estados Unidos sigue siendo inexpugnable: ejerce su poder blando en todo el mundo, incluyendo los feudos de sus rivales económicos; su poder duro todavía es dominante, permitiéndole ocupar aquellos países que considera enemigos; y su poder ideológico sigue siendo arrollador en Europa y más allá.

No obstante, Estados Unidos ha sufrido contratiempos a escala semi-continental en América del Sur, y estos han sido políticos e ideológicos más que económicos. La sucesión de victorias electorales de partidos de izquierdas en Venezuela, Ecuador y Bolivia demostró que podía haber una posible alternativa dentro del capitalismo. Ninguno de estos gobiernos, sin embargo, está desafiando al sistema capitalista, y lo mismo vale para los partidos radicales que han aparecido recientemente en Europa. Ni Syriza en Grecia ni Podemos en España suponen una amenaza para el sistema; aunque las reformas que proponen son mejores que las políticas que llevó a cabo Attlee en Gran Bretaña después de 1945. Al igual que los partidos progresistas en América del Sur, combinan programas esencialmente socialdemócratas con una amplia movilización social.

Ahora bien, las reformas socialdemócratas se han vuelto intolerables para el sistema económico neoliberal impuesto por el capital global. Si se argumenta, como hacen (si no explícita, implícitamente) quienes están en el poder, que es necesario tener una estructura política que no permita desafiar al sistema, entonces vivimos tiempos peligrosos. Convertir el terrorismo en una amenaza equivalente a la amenaza comunista de antaño resulta extravagante. El uso de la propia palabra “terrorismo”, los proyectos de ley aprobados en el Parlamento y el Congreso para impedir que la gente diga lo que piensa, el examen previo de las personas invitadas a dar conferencias en las universidades, la idea de que antes de permitirles entrar en el país hay que saber qué es lo que los conferencistas extranjeros van a decir: parecen cosas sin importancia, pero son emblemáticas de la época en que vivimos. Y asusta la facilidad con que se acepta todo esto. Si lo que se nos dice es que el cambio no es posible, que el único sistema concebible es el actual, entonces vamos a tener problemas. A la larga no será aceptado. Y si se impide que la gente hable, piense, o desarrolle alternativas políticas, no será solo el trabajo de Marx el que quede relegado al olvido. Karl Polanyi, el teórico socialdemócrata más cualificado, sufrirá el mismo destino.

Hemos visto desarrollarse una forma de gobierno que yo denomino de centro extremo, que en este momento gobierna en grandes áreas de Europa e incluye partidos de izquierda, centro izquierda, centro derecha y derecha. Un sector entero del electorado, los jóvenes en particular, siente que votar no cambia nada, teniendo en cuenta los partidos existentes. El centro extremo desata guerras, ya sea por cuenta propia o en nombre de Estados Unidos; apoya las medidas de austeridad; defiende la vigilancia como absolutamente necesaria para vencer al terrorismo, sin ni siquiera preguntarse porqué existe el terrorismo: hacerse esta pregunta prácticamente convierte a uno en terrorista. ¿Por qué actúan así los terroristas? ¿Están trastornados? ¿Tiene algo que ver con lo más profundo de su religión? Estas preguntas son contraproducentes e inútiles. Si preguntas si la política imperial estadounidense o la política exterior británica o francesa no serán de alguna manera responsables, te atacan. Pero, por supuesto, las agencias de información y los servicios de seguridad saben de sobra que el motivo por el que la gente se vuelve loca –y es una forma de locura– no se halla en la religión sino en lo que ven. Hussein Osman, uno de los condenados por los atentados fallidos del metro de Londres del 21 de julio de 2005, fue detenido en Roma una semana después. “Más que rezar discutíamos del trabajo, la política, la guerra en Iraq”, dijo a los interrogadores italianos. “Siempre tuvimos nuevas películas de la guerra en Iraq […] aquellas en las que se podía ver a las mujeres y los niños iraquíes que habían sido asesinados por soldados estadounidenses y británicos”. Eliza Mannigham-Buller, que en 2007 renunció como directora del MI5, dijo: “Nuestra participación en Iraq, queriendo lograr un mundo mejor, ha radicalizado a una generación entera de jóvenes”.

Antes de la guerra de 2003, bajo la autoritaria dictadura de Sadam y su antecesor, el nivel de educación en Iraq era el más elevado de Oriente Medio. Cuando señalas esto te acusan de ser un apologista de Sadam, pero en los años 80 en la Universidad de Bagdad había más profesoras que las que tenía Princeton en 2009; había guarderías para facilitar que las mujeres enseñaran en las escuelas y las universidades. En Bagdad y Mosul –actualmente ocupada por el Estado Islámico– había bibliotecas con siglos de antigüedad. La biblioteca de Mosul funcionaba en el siglo XVIII y en sus depósitos albergaba manuscritos de la antigua Grecia. La biblioteca de Bagdad, como sabemos, fue saqueada después de la ocupación y lo que está ocurriendo actualmente en las bibliotecas de Mosul no es ninguna sorpresa, con miles de libros y manuscritos destruidos.

Todo lo que ha ocurrido en Iraq es consecuencia de esa guerra desastrosa que adquirió proporciones genocidas. El número de muertos sigue sin esclarecerse porque la Coalición de la Voluntad no cuenta las víctimas civiles del país que está ocupando. ¿Para qué molestarse? Pero otros han estimado que más de un millón de iraquíes fueron asesinados, sobre todo civiles. El gobierno títere instalado por la ocupación confirmó estas cifras de manera indirecta en 2006 al admitir oficialmente que había cinco millones de huérfanos en Iraq. La ocupación de Iraq es uno de los actos más destructivos de la historia moderna. A pesar de que Hiroshima y Nagasaki fueron bombardeadas con armas nucleares, la estructura social y política del Estado japonés se mantuvo; aunque los alemanes y los italianos fueron derrotados en la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de sus estructuras militares, de información, policiales y judiciales se dejaron como estaban porque ya había otro enemigo a las puertas: el comunismo. Sin embargo, Iraq fue tratada como ningún otro país había sido tratado antes. La razón por la que la gente no acaba de ver esto es que cuando comenzó la ocupación todos los corresponsales regresaron a casa. Las excepciones pueden contarse con los dedos de una mano: Patrick Cockburn, Robert Fisk y uno o dos más. La infraestructura social de Iraq sigue sin funcionar años después de que la ocupación haya terminado; ha sido destrozada. El país ha sido desmodernizado. Occidente ha destruido los sistemas educativo y de salud iraquíes; entregó el poder a un grupo de partidos clericales chiíes que inmediatamente se embarcaron en un baño de sangre revanchista. Varios cientos de profesores universitarios fueron asesinados. Si esto no es desorden, ¿qué lo es?

En el caso de Afganistán, todo el mundo sabe qué es lo que había detrás de este gran intento, como lo llamaron los estadounidenses y británicos, de “modernizar” el país. Cherie Blair y Laura Bush dijeron que era una guerra por la liberación de las mujeres. Si lo hubiera sido, habría sido la primera en la historia. Ahora sabemos lo que fue realmente: una cruda guerra de revancha que fracasó porque la ocupación fortaleció a quienes buscaba destruir. La guerra no solo devastó Afganistán y la infraestructura que tuviera, sino que además desestabilizó Pakistán, que cuenta con armas nucleares y actualmente es un Estado muy peligroso.

Estas dos guerras no le han hecho bien a nadie, pero han conseguido dividir el mundo árabe y musulmán, fuera esa su intención o no. La decisión de Estados Unidos de entregar el poder a los partidos clericales chiíes profundizó la división suní-chií: en Bagdad, una ciudad mixta en un país donde eran comunes los matrimonios entre suníes y chiíes, hubo una limpieza étnica. Los estadounidenses actuaron como si los suníes fueran los partidarios de Sadam, pese a que muchos de ellos habían sido encarcelados arbitrariamente bajo su mandato. Esta división ha paralizado el nacionalismo árabe durante mucho tiempo. Las luchas actuales tienen que ver con el bando al que apoya Estados Unidos en cada conflicto: en Iraq, a los chiíes.

La demonización de Irán es profundamente injusta, porque sin el apoyo tácito de los iraníes los estadounidenses no podrían haber ocupado Iraq. La resistencia iraquí a la ocupación no se quebró hasta que los iraníes le dijeron al líder de los chiíes, Muqtada al-Sadr, que había estado colaborando con los opositores suníes al régimen, que la abandonase. Al-Sadr fue trasladado a Teherán y allí se le concedieron “vacaciones” por un año. Sin el apoyo iraní, tanto en Iraq como en Afganistán, a Estados Unidos le habría resultado muy difícil mantener sus ocupaciones. Todo ello le fue agradecido con sanciones, una demonización cada vez mayor, y doble rasero: Israel puede tener armas nucleares, tú no. En estos momentos Oriente Medio es un desastre total: el poder central más importante es Israel, y está extendiéndose; los palestinos han sido derrotados y seguirán estándolo por mucho tiempo; todos los principales países árabes están destrozados, primero Iraq, ahora Siria; Egipto, con una brutal dictadura militar en el poder, está torturando y asesinando como si la llamada primavera árabe nunca hubiera tenido lugar: de hecho, para los dirigentes militares nunca ocurrió.

En cuanto a Israel, el apoyo ciego que recibe de Estados Unidos es una vieja historia. Y cuestionarla, hoy por hoy, supone ser etiquetado de antisemita. El peligro que tiene esta estrategia es que si le dices a una generación que solo ha conocido el Holocausto a través de las películas que atacar a Israel es antisemita, la respuesta va a ser: ¿Y qué? “Llámanos antisemitas si quieres”, dirá la gente joven. “Si eso significa estar en contra tuya, los somos”. De modo que no sirve de nada. Resulta inconcebible pensar que algún Gobierno de Israel vaya a otorgar un Estado a los palestinos. Como nos advirtió el fallecido Edward Said, los Acuerdos de Oslo fueron un Tratado de Versalles palestino. En realidad fueron algo mucho peor.

La desintegración de Oriente Medio que comenzó después de la Primera Guerra Mundial continúa. No podemos saber si Iraq será dividido en tres países, o si Siria será dividida en dos o tres países. Pero no nos sorprendería que todos los Estados de la región, salvo Egipto, que es demasiado grande para desmantelarlo, terminaran convertidos en bantustanes o principados, al estilo de Qatar y los otros Estados del Golfo, financiados y mantenidos por los sauditas por un lado y los iraníes por el otro.

Todas las esperanzas suscitadas por la primavera árabe se han hundido y es importante entender por qué. Muchos de los que participaron en ellas no vieron –en gran medida por razones generacionales– que para lograr los efectos deseados hace falta algún tipo de movimiento político. No fue una sorpresa que los Hermanos Musulmanes, que participaron en las protestas de Egipto al final, se hicieran con el poder: era el único partido político real que había en Egipto. Pero luego los Hermanos Musulmanes hicieron el juego al Ejército actuando como Mubarak –proponiendo tratos a las fuerzas de seguridad, proponiendo tratos a los israelíes– y la gente empezó a preguntarse de qué servía que estuvieran en el poder. El Ejército consiguió apoyos y se deshizo de los Hermanos. Todo esto ha desmoralizado a una generación entera en Oriente Medio.
 
* * *

¿Cuál es la situación en Europa? Lo primero que hay que señalar es que no hay un solo país de la Unión Europea que tenga verdadera soberanía. Después del fin de la Guerra Fría y la reunificación, Alemania se ha convertido en el país más fuerte y estratégicamente más importante de Europa, pero aún así no tiene total soberanía: Estados Unidos sigue dominando en muchos niveles, especialmente en lo que respecta a las Fuerzas Armadas. Gran Bretaña se convirtió en un Estado semi-vasallo después de la Segunda Guerra Mundial. Los últimos primer ministros británicos que actuaron como si Gran Bretaña fuera un Estado soberano fueron Harold Wilson, que se negó a enviar tropas británicas a Vietnam, y Edward Heath, que impidió que las bases británicas fueran utilizadas para bombardear Oriente Medio.

Desde entonces Gran Bretaña ha hecho siempre lo que le ordenaba Estados Unidos, aun cuando una parte importante del establishment británico estuviera en contra. En el Ministerio de Asuntos Exteriores hubo claras muestras de enojo durante la Guerra de Iraq por considerar que no había ninguna necesidad de involucrar a Gran Bretaña. En 2003, cuando la guerra ya estaba en marcha, fui invitado a dar una conferencia en Damasco; allí recibí una llamada telefónica de la embajada británica pidiéndome que fuera a comer. Me pareció raro. Al llegar me dio la bienvenida el embajador y me dijo: “Solo quiero tranquilizarle, además de comer, vamos a hablar de política”. En la comida dijo: “Ha llegado el turno de preguntas, empezaré yo. Tariq Ali, leí el artículo que publicó en The Guardian argumentando que Tony Blair debería ser demandado por crímenes de guerra en la Corte Penal Internacional. ¿Le importaría explicarnos por qué?” Estuve diez minutos explicándoselo ante el desconcierto de los invitados sirios. Al final el embajador dijo: “Estoy totalmente de acuerdo, no sé qué opinarán los demás”. Cuando los invitados se marcharon le dije: “Fue muy valiente de su parte”. Y el hombre del MI6 que había estado en la comida dijo: “Sí, puede permitírselo porque se jubila en diciembre”. Pero algo muy parecido ocurrió en la embajada en Viena, donde di una conferencia de prensa contra la guerra de Iraq en el salón del embajador. Estos hombres no eran tontos, sabían perfectamente lo que estaban haciendo. Y actuaron así por la humillación que sintieron al tener un Gobierno que, a pesar de que los estadounidenses habían dicho que se las podían apañar sin Gran Bretaña, decidió involucrarse de todos modos.

Los alemanes saben que no tienen soberanía pero cuando lo apuntas se encogen de hombros. A muchos de ellos no les gusta, tienen demasiado presente su pasado, esa idea de estar casi genéticamente predispuestos a la guerra: una idea absurda, que alguna gente que debería ser más sensata ha vuelto a expresar al celebrarse los aniversarios de la Primera Guerra Mundial. Pero lo cierto es que política, ideológica, militar e incluso económicamente, la Unión Europea está en manos del imperio global. Cuando la elite europea ofreció a Grecia aquella lamentable suma de dinero, Timothy Geithner, el entonces secretario del Tesoro estadounidense, tuvo que intervenir diciéndole a la UE que aumentase el fondo de rescate hasta los 500 mil millones de euros. Vacilaron, pero finalmente hicieron lo que los estadounidenses querían. Todas las expectativas que, desde su planteamiento inicial, suscitó la idea de un continente independiente de otras potencias que siguiera su propio camino, desaparecieron al final de la Guerra Fría. Justo cuando parecía que se podía lograr ese objetivo, Europa se convirtió en un continente fiel a los banqueros, la Europa del dinero, un lugar sin perspectiva social que no cuestionó el orden neoliberal.

A los griegos se les está castigando no tanto por la deuda como por no estar llevando a cabo las reformas exigidas por la UE. El gobierno de derechas derrotado por Syriza solo consiguió que se aprobaran 3 de las 14 reformas que la UE pedía insistentemente. No pudieron hacer más porque lo que fue aprobado puso a Grecia en una situación que recuerda a Iraq: la desmodernización; las privatizaciones completamente innecesarias vinculadas a la corrupción política; el empobrecimiento de la mayoría de la población. Por eso los griegos eligieron un Gobierno que quería cambiar las cosas, y entonces les dijeron que no podían. La UE teme que se produzca el efecto dominó: si los griegos son recompensados por votar a Syriza, otros países podrían elegir gobiernos similares, así que Grecia debe ser aplastada. No se puede echar a los griegos de la UE –no lo permite la Constitución– ni de la Eurozona, pero sí hacerles la vida muy difícil de modo que tengan que salirse del euro y establecer un euro griego, o un euro dracma, para que el país siga funcionando. Pero si sucediera eso las condiciones empeorarían, al menos temporalmente, de ahí que los griegos no tienen más alternativa que resistir. El peligro está en que, en este entorno tan precario, la gente podría girar rápidamente hacia la derecha, hacia Amanecer Dorado, un partido explícitamente fascista. Esa es la magnitud del problema, y actuar como lo está haciendo la elite del euro –es decir, como el centro extremo– es una estrategia insensata y corta de miras.

Y luego está el auge de China. No hay duda de las enormes ganancias que ha generado el capitalismo en China; las economías de China y Estados Unidos son sorprendentemente independientes. Cuando hace poco un veterano sindicalista estadounidense me preguntaba qué le había pasado a la clase obrera estadounidense, mi respuesta fue inmediata: la clase obrera estadounidense está ahora en China. Sucede además que China no está ni remotamente cerca de ocupar el lugar de Estados Unidos. Las cifras que manejan los economistas muestran que, en lo que verdaderamente cuenta, los chinos todavía están por detrás. Si observamos los porcentajes por Estados de familias millonarias del mundo en 2012 tenemos: Estados Unidos, 42,5%; Japón, 10,6%; China, 9,4%; Gran Bretaña, 3,7%; Suiza, 2,9%; Alemania, 2,7%; Taiwán, 2,3%; Italia, 2%; Francia, 1,9%. Así que, en términos de fuerza económica, Estados Unidos continúa teniendo buenos resultados. En muchos mercados claves –industria farmacéutica, industria aeroespacial, programas informáticos, equipo médico– domina Estados Unidos. Las cifras de 2010 mostraron que tres cuartos de las doscientas mayores empresas exportadoras de China –y son estadísticas chinas– son de propiedad extranjera. Hay muchísima inversión extranjera en China, a menudo de países vecinos como Taiwán. Foxconn, que fabrica ordenadores para Apple en China, es una empresa taiwanesa.

La idea de que los chinos van a hacerse de repente con el poder y ocupar el lugar de Estados Unidos es una tontería. Es inverosímil militarmente; es inverosímil económicamente; y política e ideológicamente es obvio que tampoco es el caso. Cuando comenzó el declive del Imperio británico, décadas antes de que se desmoronara, la gente sabía lo que estaba pasando. Tanto Lenin como Trotsky se dieron cuenta de que los británicos se estaban hundiendo. Hay un discurso maravilloso de Trotsky, pronunciado en 1924 en el marco de la IV Internacional Comunista en el que, con un estilo inimitable, hizo las siguientes declaraciones sobre la burguesía inglesa:

Su carácter ha sido moldeado a lo largo de siglos. La autoestima de clase ya está en su sangre y su médula, sus nervios y sus huesos. Será muy difícil quitarles la confianza en sí mismos como dirigentes mundiales. Pero el americano se la quitará lo mismo cuando se ponga manos a la obra en serio. En vano se consuela el burgués británico pensando que servirá de guía al inexperto americano. Sí, habrá un periodo de transición. Pero el quid de la cuestión no está en los hábitos del liderazgo diplomático sino en el poder real, el capital y la industria existentes. Y los Estados Unidos, si nos fijamos en su economía, desde la avena hasta los grandes acorazados de última generación, ocupan el primer lugar. Producen todas las necesidades básicas hasta alcanzar entre la mitad y los dos tercios de lo que se produce en todo el mundo. 

Si cambiáramos el texto, y en vez del “carácter de la burguesía inglesa” dijéramos el “carácter de la burguesía estadounidense ha sido moldeado durante siglos […] pero el chino se la quitará lo mismo”, no tendría sentido.

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¿Dónde vamos a terminar al final de este siglo? ¿Dónde estará China? ¿Prosperará la democracia occidental? Una cosa que ha quedado clara en las últimas décadas es que no ocurre nada a menos que la gente quiera que ocurra; y si la gente quiere que ocurra, empieza a moverse. Uno hubiera pensado que los europeos aprenderían algo del desplome provocado por la reciente recesión y actuarían, pero no lo hicieron: se limitaron a poner tiritas y a esperar que la herida dejara de sangrar. Entonces, ¿dónde deberíamos buscar la solución? Uno de los pensadores más creativos hoy en día es el sociólogo alemán Wolfgang Streeck, que insiste en que se necesita desesperadamente una estructura alternativa a la Unión Europea y en que ésta exigirá más democracia en cada una de las etapas, tanto a nivel provincial y de ciudades como a nivel nacional y europeo. Hace falta un esfuerzo concertado para encontrar una alternativa al sistema neoliberal. Ya tenemos un principio en Grecia y en España, y podría extenderse.

Mucha gente en Europa del Este siente nostalgia de las sociedades anteriores a la caída de la Unión Soviética. Los regímenes comunistas que gobernaron el bloque soviético después de la llegada de Khrushchev al poder podrían describirse como dictaduras sociales: regímenes esencialmente débiles con una estructura política autoritaria, pero con una estructura económica que ofrecía a la gente más o menos lo mismo que la socialdemocracia sueca o británica. En una encuesta realizada en enero, el 82% de los encuestados en la antigua Alemania del Este dijeron que se vivía mejor antes de la reunificación. Cuando se les preguntó los motivos, dijeron que había más sentido de comunidad, más instalaciones, el dinero no era lo principal, la vida cultural era mejor y no se los trataba como ciudadanos de segunda clase, como ocurre ahora. La actitud de los alemanes occidentales hacia los orientales no tardó en convertirse en un problema serio; tan serio que el segundo año después de la reunificación, Helmut Schmidt, el ex canciller alemán y no precisamente un radical, dijo en la conferencia del Partido Social Demócrata que los alemanes del este estaban siendo tratados de manera absolutamente equivocada. Dijo que no se podía seguir ignorando la cultura de Alemania del Este; y que si tuviera que elegir los tres mejores escritores alemanes escogería a Goethe, Heine y Brecht. A los asistentes se les cortó la respiración cuando nombró a Brecht. Los prejuicios contra el Este estaban profundamente arraigados. La razón por la que las revelaciones de Snowden impactaron tanto a los alemanes es que de pronto resultó evidente que estaban viviendo bajo vigilancia permanente, cuando una de las mayores campañas ideológicas en Alemania Occidental tuvo que ver precisamente con el daño causado por la Stasi, que se dijo espiaba a todos en todo momento. Bien, la Stasi no tenía capacidad tecnológica para un sistema de espionaje omnipresente: en la escala de vigilancia, Estados Unidos está muy por delante del viejo enemigo de Alemania Occidental.

Los antiguos alemanes del este no solo prefieren el viejo sistema político, también ocupan el primer puesto en la lista de ateos: el 52,1% de la población no cree en Dios; la República Checa se sitúa en segundo lugar con el 39,9%; la Francia laica está por debajo con el 23,3% (laicismo en Francia significa cualquier cosa que no sea islámico). Si observamos el otro extremo, el país con la mayor proporción de creyentes es Filipinas con el 83,6%, seguido de Chile, 79.4%; Israel, 65,5%; Polonia, 62%; Estados Unidos, 60,6%; comparada con los cuales Irlanda es un bastión de moderación con solo un 43,2%. Si los encuestadores hubieran visitado el mundo islámico para hacer esas mismas preguntas seguramente se habrían sorprendido de las respuestas obtenidas en Turquía, por ejemplo, o incluso en Indonesia. No se puede circunscribir la creencia religiosa a una única parte del globo.

Este es un mundo mestizo y confuso. Sus problemas no cambian, tan solo adquieren nuevas formas. En Esparta, en el siglo III a.C., después de las Guerras del Peloponeso, fue creciendo una grieta entre la elite dirigente y la gente común, y quienes gobernaban exigieron cambios porque la brecha entre ricos y pobres se había vuelto tan enorme que resultaba intolerable. La sucesión de los monarcas radicales Agis IV, Cleómenes III y Nabis creó una estructura que permitió revivir el Estado; se liberó a los esclavos; se permitió votar a todos los ciudadanos; y la tierra confiscada a los ricos se distribuyó entre los pobres (algo que actualmente no permitiría el BCE). Temerosa de que cundiera el ejemplo, la temprana República Romana envió sus legiones bajo el mando de Tito Quincio Flaminio contra Esparta. Según Tito Livio, esta fue la respuesta de Nabis, el rey de Esparta, y al leerla se siente la frialdad y dignidad que había en sus palabras:

No midáis lo que se hace en Lacedemonia a través de vuestras propias instituciones […] Vosotros escogéis vuestra caballería, igual que vuestra infantería, de acuerdo con su renta; queréis que pocos destaquen por sus riquezas y que la masa de la población esté sometida a ellos. Nuestro legislador no quiso que el Gobierno estuviera en manos de unos pocos, como los que vosotros denomináis Senado, ni se permitió a ningún orden que tuviera preponderancia en el Estado; creía que la igualdad de rango y fortuna era necesaria para que pudiera existir un gran número de hombres que empuñasen las armas por su patria. 

Tariq Ali es un escritor y director de cine pakistaní. Su último libro es The Extreme Centre: a Warning

[Este ensayo fue publicado originalmente en la London Review of Books]  

Original en inglés:  Counterpunch

Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza.

Fuente: Rebelión

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