martes, 19 de mayo de 2015

Del consenso liberal al caos neoliberal artistas que buscan su lugar en los campus de Estados Unidos

El pintor y artista gráfico de izquierda Ben Shahn impartió una conferencia en 1957 en la Universidad de Harvard, en la que reflexionó —a grandes pinceladas y en tono alto— sobre las posibilidades y dificultades con que se enfrentan los artistas que ocupan puestos en la enseñanza. Éstas eran sus inquietudes: ¿cómo afectan a los artistas los malentendidos de la comunidad académica? El medio universitario, ¿facilita o entorpece su libertad?, ¿acaso las universidades legitiman el diletantismo artístico? Tras las inquietudes de Shahn asoma la cuestión de cómo el artista individual —en aquel entonces encumbrado en su arquetípico estatuto moderno— negociaría la bienvenida con que supuestamente era recibido en esta impersonal institución[1].

No obstante, la manera en que los artistas se relacionarían y formarían parte de la única institución social que se dedicaba entonces a la enseñanza y al aprendizaje avanzados, no era sino una de las muchas cuestiones filosóficas a las que se enfrentaban las universidades estadounidenses durante el acelerado crecimiento económico posterior a la Segunda Guerra Mundial. Las grandes universidades públicas constitutían un sector importante del crecimiento económico de la postguerra, pues empleaban a miles de nuevos becarios e investigadores, las matriculaciones eran masivas y ponían la educación superior al alcance de la primera generación de decenas de miles de estudiantes universitarios. No se trataba aún de una expansión totalmente programada, ya que las universidades crecían a toda velocidad para responder más bien a una doble exigencia, no del todo coherente: por un lado, el ideal de poder acoger la afluencia de una población en aumento; por otro lado, toda una serie de necesidades industriales que también aumentaban en forma y complejidad. Y esto sucedía en un raro periodo de equilibrio sistémico y de conflicto global bajo control, cuando la paz fría dominaba en el Occidente de la distensión nuclear y el conseso liberal, permitiendo a Estados Unidos completar su programa de desarrollo interno mediante una enorme inversión pública. Es éste el contexto histórico en el que las artes fueron incorporadas al mundo moderno de la educación superior y la producción de conocimiento en Estados Unidos, resultando, en ese sentido, legitimadas como disciplina.

Hoy día, después de 1968, 1989 y —dicho de manera abreviada— demasiadas crisis recientes, estos tonos altos se han perdido para siempre. Un programa se alza por encima de cualquier otro: el modelo de desarrollo que llamaríamos neoliberal. La lógica que está en su base es la privatización de los recursos, el retiro del sostén público y la instrumentalización de los objetivos institucionales. Todo ello da como resultado una estratificación. Por un parte, las universidades, que ya no son instituciones abiertas desde el punto de vista político, sino que se publicitan como una experiencia al alcance de quienes puedan pagar para ser admitidos, están ya totalmente entrelazadas con la estructura de la mercadotecnia consumista. Por otra parte, como cuerpos productivos, han sido integradas —de manera más o menos explícita— en la confección del conocimiento y de los trabajadores del conocimiento orientada hacia el mercado. Si sumamos a esto las relaciones íntimas y continuas con la investigación militar, más la intromisión de los objetivos empresariales en el diseño de los programas de investigación, el resultado es una relación estrecha —aunque ocasionalmente pueda resultar incómoda— entre los intereses capitalistas y las universidades.

Poco importa que las universidades públicas se vuelvan neoliberales por instinto de supervivencia o que las protestas en los campus durante las décadas de 1960-1970 lograsen resultados reales en el sentido de hacer compartir los recursos universitarios con grupos tradicionalmente marginados. A lo largo de las décadas de 1980-1990, los conservadores tuvieron a la universidad bien agarrada para reforzar la vieja relación entre el gobierno de la universidad y los sectores adinerados, bien relacionados y con poder político. ¿Cómo olvidar el movimiento contra el apartheid que tuvo lugar en los campus de Estados Unidos en la década de 1980, cuando los estudiantes activistas se vieron forzados en algunos lugares a ejercer la desobediencia civil, por culpa de la intransigencia conservadora de los consejos de administración de universidades públicas y privadas? Frente a un asunto sobre el que la historia ha emitido su sentencia definitiva a favor de los activistas, las administraciones universitarias de todo el país, con pocas excepciones, respondieron a las demandas de justicia y derechos humanos de una manera conservadora y a veces fascista.

La diferencia es que ahora la base se ha convertido en superestructura. Las inversiones de capital hacen que las instancias educativas se vuelvan escuelas de élite. Las grandes universidades de investigación públicas van a la caza de los inversores y generan actividad económica con el fin de justificar el apoyo que reciben del Estado, mientras aumentan los costes a los estudiantes para compensar los recortes de financiamiento que aplican administraciones públicas hostiles, de las cuales depende la gestión de fondos menguantes[2]. Aún más dramático resulta el hecho de que crece el número de estudiantes que, en todos los ámbitos del campo educativo —de las escuelas de élite al primer ciclo universitario o los estudios de comercio—, finalizan sus carreras y —lo hayan hecho o no con éxito— entran en una forma moderna de servidumbre a causa de los préstamos que adquirieron para afrontar los precios astronómicos de las matrículas y las tasas. Lo más probable es que estas tendencias empeoren en los próximos años, puesto que los recortes draconianos en la financiación pública de la educación, desde la escuela primaria hasta la universidad, no han hecho más que empezar en Estados Unidos.

Estas evoluciones explican la lisa y llana instrumentalización a la que se ve sometida la educación superior, hasta el punto de hacer que las inquietudes de Shahn acerca de los artistas enseñantes sean inseparables del problema más básico: el de su ubicación en la economía salarial del capitalismo global. Las condiciones singulares de la fuerza de trabajo en la enseñanza, dividida como está en un sistema de dos niveles —personas contratadas y no contratadas—, se complica más aún por la condición peculiar de los artistas, quienes pueden también contar con otros recursos, oportunidades y reconocimientos a través del mercado del arte y de otros campos no académicos; campos, no obstante, también sujetos a lógicas mercantiles. Cuando las realidades socioeconómicas de las universidades bajo coacción neoliberal se combinan con la idiosincrasia de los artistas, la cual se deriva de las lógicas internas del arte y de la historia del arte —con el añadido de las corrientes del humanismo de izquierda, de dos generaciones de teoría europea, y de la invasión de las periferias por parte de los centros—, la contradicción actual se vuelve más clara.

Como artistas que trabajamos en el mundo de la educación superior, estamos implicados en y sometidos a la red de relaciones que gobierna las universidades y facultades. Al mismo tiempo, los imperativos de nuestro campo nos enseñan (en nombre de la creatividad) a clarificar, cuestionar y remodelar críticamente nuestras propias posiciones de sujeto, incluso nuestras condiciones de trabajadores educadores. Para los artistas, cómo y por qué la gente aprende, cómo y por qué la gente enseña, cómo y por qué la gente lleva a cabo investigaciones son preguntas que están ligadas a las condiciones de una esfera pública que entra en crisis al estar administrada bajo los auspicios del neoliberalismo.

Cuál es el punto de vista que adoptan los artistas con respecto a la desestabilización de la autoridad institucional y la erosión de las universidades como lugar donde se produce el conocimiento, se puede apreciar en la proliferación de plataformas educativas e investigadoras que o bien se identifican como arte, o bien son concebidas y organizadas por artistas. No obstante, aunque se multiplican los experimentos — tanto de carácter temporal como de larga duración— con las formas institucionales, los dilemas y contradicciones permanecen. Por ejemplo, en el área de la educación artística posterior al bachillerato, uno de los asuntos más relevantes es la evolución curricular y de los programas de educación artística en relación con, por un parte, la pedagogía politizada, y, por otra parte, el voraz mercado del arte que confía en que las escuelas de arte produzcan novedades y una juventud que puedan ser comercializadas de inmediato. En breve, se puede decir que la veta crítica sigue viva en la educación artística, pero también lo están las exigencias de un mercado del arte que requiere artistas que practiquen la conversión de sí en una marca, incluso durante su periodo de formación. Han surgido en estos últimos años varios programas —que en algunos casos entran en competencia— para perforar lo que antes era el plácido rincón académico de las escuelas de arte y los departamentos de arte universitarios. Los programas de estudios que concedían un título MFA [Master of Fine Arts] bombean ahora estudiantes y profesores hacia un desreglamentado menú internacional de estudios para obtener el título de PhD [Philosophy Doctor: Doctorado en Investigación] y otras opciones de estudios independientes con un perfil alto; ambos forman parte de la corriente que conduce a que el estatuto de artista sea cada vez más profesionalizado. Al mismo tiempo, un número cada vez mayor de artistas actúan al hilo de su descontento con la formación académica convencional, organizando y participando en exposiciones temáticas sobre la educación que incluyen elementos prácticos, así como en proyectos antiinstitucionales de base que combinan la educación y la investigación[3]. Pero, aunque los emprendimientos de base se sostienen por lo general en análisis críticos de las tendencias académicas, en el campo expansivo del arte y la producción de conocimiento no está del todo claro cuándo y cómo la oposición acaba y su recuperación comienza. Lo que sí es seguro es que la crisis de las universidades está obligando a los artistas, en todas sus funciones —profesores, curadores, escritores, activistas y empresarios—, a asumir nuevos modos de estructurar sus dominios en relación con el viejo modelo universitario.

Hay mucho que decir sobre todas estas urgencias, pero en un texto breve debo limitarme a finalizar con lo siguiente: la cuestión de los estudiantes. Aunque Shahn percibía una relación tensa entre los artistas y la academia desde el principio, no se refirió en absoluto al papel de los estudiantes. Esto resulta sorprendente de alguna manera, teniendo en cuenta que se mantuvo firme hasta el final en su activismo social. Lo que Shah no pudo percibir es algo que desde entonces se espera: que los estudiantes pueden ser, serán y deberían ser una fuerza política. Hace medio siglo, Shahn cuestionó solamente que la academia se convirtiera en una institución que evita el arte que toca temas controvertidos, en una época que pedía a gritos la existencia del disenso. Los artistas de izquierda que desempeñan hoy tareas académicas deben preguntarse en voz alta y en un lenguaje claro lo siguiente: ¿cómo pueden los movimientos estudiantiles emergentes hacer uso de los circuitos, los espacios, los lenguajes, la legitimidad, la creatividad y el resto de las herramientas de las que ya disponen habitualmente los estudiantes de arte? Esta pregunta exige tomar en cuenta cuál es el perfil de quien estudia arte hoy día: femenino, blanco, queer y urbano. La(s) posición(es) de sujeto de los propios estudiantes nos informa(n) de qué modo habrán de ejercer su politización y qué probables papeles habrán de jugar en los movimientos.

Para las personas de izquierda existen efectivamente motivos de optimismo. Aunque prevalecen los programas neoliberales, también continúan las corrientes anticapitalistas en el seno de la universidad: los focos que perviven de oposición intelectual y de fuerza de trabajo politizada, la clase en expansión de trabajadores permanentemente precarios que producen las propias universidades, y, como ya he señalado, los estudiantes, quienes, en su peculiar condición de consumidores y precariado-en-ciernes, constituyen por sí mismos una subclase. Quienes conforman este potencial y a veces resisten en la práctica no son pocos ni es escaso su talento. El hecho de que haya un desplazamiento cada vez mayor de trabajadores académicos contratados hacia instancias no institucionales o antiinstitucionales, donde a veces se da una producción de conocimiento genuinamente creativa, es también un buen presagio, puesto que quienes tomen parte en las luchas que tenemos por delante necesitarán localizar y cruzar tantos puentes como puedan, con el fin de implicar a un público no universitario. A este respecto, en la medida en que hay segmentos de la educación artística avanzada que mutan hacia formas y formatos experimentales no tradicionales —publicaciones, diseminación de ideas a través de circuitos de intercambio global, formas de autolegitimación y de participación que reúnen a actores institucionales y activistas de base— que van por delante de otros campos, los estudiantes de arte podrían tener un papel que jugar.

Está por ver si las luchas individualizadas en los campus logran conectarse de algún modo sustantivo, funcional e imaginativo. Dada la frecuencia y la distribución internacional de la acción estudiantil en los meses finales de 2009, se puede dar la posibilidad de que surjan estos lazos significativos[4]. Las campañas coordinadas el 4 de marzo de 2010 para defender la educación pública en California fueron especialmente reseñables por la incorporación a ellas de muchos jóvenes estudiantes y profesores de escuelas secundarias, resistiendo así con éxito la tendencia a la división entre instituciones de enseñanza secundaria y postsecundaria. Ello nos recuerda que la integración vertical entre grupos de diferentes edades y niveles educativos en el mismo territorio es tan importante como las integraciones horizontales que atraviesen las fronternas internacionales. Los movimientos que tienen su base en los campus universitarios se encontrarán en mejor disposición para organizar la defensa contra los ataques al sector público en general si miran hacia las escuelas secundarias, pues existe el peligro de que los movimientos estudiantiles señalen sólo o principalmente los recortes del presupuesto universitario, la subida de las tasas, las perspectivas laborales tras la licenciatura y/o la financiación individual de la educación postsecundaria, quedando así reducidos a la condición de grupos que defienden sus propios intereses.

Cualquier logro en la expansión o en la competencia política del activismo en los campus, en pos de la muy deseada coordinación transnacional y multigeneracional, será un avance serio y necesario para la izquierda global. Lo que resulta especialmente importante en Estados Unidos, donde los campus han atraído tal inversión de capitales que se han convertido de nuevo en un campo de batalla, en tanto en cuanto la bifurcación sistémica se acentúa con cada curso que pasa.



[1] Ben Shahn, The Shape of Content, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1957, pp. 73-91.
[2] Incluso las universidades insignia en Estados Unidos reciben como promedio, de fondos públicos sin contrapartidas, menos del 25% de sus presupuestos. En el año 2008, por ejemplo, la Universidad de Wisconsin-Madison recibió del Estado de Wisconsin sólo un 20,2% de su presupuesto. Para la Universidad de Michigan fue el 24%, y para la de California-Berkeley, el 22%, de sus respectivos gobiernos del Estado. En casi todas partes en Estados Unidos, los legisladores estatales conservadores apuntan a la universidad a la hora de aplicar recortes presupuestarios anuales, obligándolas a justificar su existencia en términos económicos. El resto de sus presupuestos proviene principalmente de becas de investigación, donaciones e inversiones restrigidas, así como del aumento de los costes para los estudiantes. Fuentes: http://www.wisc.edu/about/facts/budget.php; http://www.vpcomm.umich.edu/budget/understanding.html; http://newscenter.berkeley.edu/news/budget/img/revenue0809.gif
[3] Los estudios PhD existen de una forma inmadura, sin estándares claros. Los programas de estudios independientes incluyen casos reconocidos como el Indepent Studies Program del Whitney y la residencia Skowhegan. La exposición Pedagogical Factory [Fábrica pedagógica] que tuvo lugar en AREA (Chicago) [http://www.stockyardinstitute.org/PedagogicalFactory.html] y las series de talleres en Hyde Park Center son un ejemplo de exposición como laboratorio de aprendizaje. Mildred’s Lane, una iniciativa del artista Mark Dion y del diseñador J. Morgan Puett, es un ejemplo de escuela dirigida por artistas y para artistas [http://www.mildredslane.com/]. La Flying University [Universidad Volante] de Red76 es un ejemplo de educación informal y esencialmente social, entendida como un proyecto artístico [http://www.red76.com/fu.html]. Otros ejemplos de escuelas de iniciativa propia y proyectos de investigación de base son la Experimental College of the Twin Cities [Facultad Experimental de las Ciudades Gemelas] o EXCO [http://www.excotc.org/], The Public School [La Escuela Pública] en Los Ángeles [http://all.thepublicschool.org/] y el seminario ambulante Continental Drift [Deriva Continental: http://brianholmes.wordpress.com/]. Para una excelente discusion sobre el grado MFA en relación con la proliferación de opciones educativas, véase: “The Currency of Practice: Reclaiming Autonomy For The MFA”, Art Journal, vol. 68 nº 1, primavera de 2009, pp. 41-75.
[4] Un listado parcial de las universidades que fueron objetivo de las acciones estudiantiles sería el siguiente: la Universidad de California, en sus campus de Los Ángeles y Santa Cruz; la Universidad de Illinois Champaign-Urbana; la Universidad y la Academia de Bellas Artes en Viena; la Universidad de Zagreb; la Universidad de Berna. Entre estas varias luchas estudiantiles ha habido gestos de solidaridad y cierta coordinación a nivel regional y nacional (por ejemplo en Italia). Pero, hasta donde conozco, no ha habido acciones coordinadas a nivel transnacional. También merece un análisis la ausencia aparentemente total de conexiones entre las luchas de estudiantes en Europa, Estados Unidos y las que continúan en Irán.

Por Dan S. Wang

Publicado originalmente en: http://eipcp.net

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