A inicios de la década de 1980 permanecí un tiempo en la ciudad de
Arequipa y retorné en varias oportunidades después a esta ciudad que
está entre las que más quiero. Arequipa constituía un extraordinario
laboratorio social, que brindaba un mirador privilegiado hacia la
compleja naturaleza del proceso de modernización de la sociedad peruana.
Veía reproducirse allí un proceso que ya había observado antes.
Algo semejante se había producido en los años 50 en Lima, donde Chabuca
Granda –en la primera fase de su copiosa producción musical–le cantaba a
una ciudad colonial, al puente y la alameda, el caballo de paso y al
chalán con jipi japa, pañuelo y poncho blanco de lino, a mansiones de
reja y laja y jardines perfumados por aromos y diamelas. Sus poderosas
imágenes poéticas alimentaron una identidad criolla asumida
entusiastamente por la oligarquía terrateniente, la de José Antonio y la
hacienda Huando. Y todo esto sucedía en simultáneo con el gran huayco
migratorio serrano que en ese mismo momento estaba cambiando
profundamente la faz de Lima, convirtiéndola en la ciudad andina que es
hoy.
Lo verdaderamente notable era que los viejos limeños parecían no ver la
nueva realidad que se estaba desplegando ante sus ojos y seguían viendo
su ciudad a través de las imágenes edulcoradas de lo que Sebastián
Salazar Bondy llamó “la Arcadia colonial”.
Este es un proceso histórico que siempre me ha fascinado y que creo
ofrece algunas claves fundamentales para entender al Perú de hoy y sus
problemas: el desfase que suele producirse entre la realidad objetiva y
la representación, subjetiva, que nos hacemos de ella. En periodos de
aguda crisis social (como suele ser un proceso de modernización
acelerada) los cambios objetivos en la realidad se despliegan con gran
velocidad. Pero las visiones que nos hacemos de ella, expresadas a
través de ideologías, mentalidades, imaginarios, representaciones,
suelen cambiar muy lentamente (“las mentalidades, decía Fernand Braudel,
son cárceles mentales de larga duración”). Y sucede entonces que somos
incapaces de ver la realidad que tenemos ante nuestros ojos, y la
contemplamos a través de anteojos impregnados de esas visiones
pretéritas, que parecieran haberse congelado en nuestras retinas.
Algo así observaba que sucedía en la Arequipa de los años 80. El origen
de ese malestar que un sector de la sociedad arequipeña ha expresado
exasperadamente esta semana, con motivo de los tres días de paralización
en apoyo a los campesinos del Valle del Tambo. Junto con los
enfrentamientos y el vandalismo desplegados en la ciudad, afloraron
entre los “verdaderos arequipeños” violentas manifestaciones de un
resentimiento largamente acumulado contra los migrantes que han
“invadido” su ciudad. La xenofobia y el racismo se desplegaron con furia
en las redes sociales, especialmente contra los migrantes puneños,
“serranos”, “indios”, “cholos”, calificativos acompañados de epítetos
denigrantes y de expresiones del estilo de “¡lárguense a su tierra!”.
Una importante fracción de los arequipeños originarios sigue
aprisionada en el mito de la Ciudad Blanca. La alusión al sillar, esa
hermosa piedra volcánica que hizo de Arequipa una de las ciudades más
bellas del Perú, junto con su mayor homogeneidad étnica en comparación
con otras ciudades serranas, se convirtió en un timbre de colonial
casticidad, un poderoso mito de cohesión social revisado entre otros
por Alberto Flores Galindo y Sarah Chambers.
En la Arequipa que contemplaba en los 80 los arequipeños originarios
seguían viendo a su ciudad como dominantemente blanca, que admitía un
espacio de orgullo para el “recio cholo arequipeño, orgulloso como el
Misti” del que habla una vieja marinera. Pero parecían incapaces de ver
el vasto proceso de andinización de la ciudad que con la migración en
ese mismo momento se estaba desplegando ante sus ojos.
Una de las consecuencias más importantes del desfase que se ha
producido en el Perú entre la realidad objetiva y su representación
subjetiva es la persistencia de las mentalidades oligárquicas, que han
permanecido vigorosas más allá de la desaparición de la oligarquía
misma, como nos lo recordó el presidente de la Sociedad de Minería,
Carlos Gálvez, hablando de su empleada doméstica.
La reforma agraria acabó con la hacienda, la servidumbre, los
terratenientes y la sociedad oligárquica fundada en la propiedad de la
tierra. Pero persistió el mundo mental oligárquico, que impide ver la
realidad tal como es, y convierte la movilidad social y la meritocracia,
características del proceso de modernización, en algo ilegítimo.
Entonces, en momentos de tensión social, aflora el racismo y la
xenofobia, como recursos para intentar la misión, imposible, de detener
la rueda de la historia.
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