martes, 19 de mayo de 2015

Blanca ciudad …

A inicios de la década de 1980 permanecí un tiempo en la ciudad de Arequipa y retorné en varias oportunidades después a esta ciudad que está entre las que más quiero. Arequipa constituía un extraordinario laboratorio social, que brindaba un mirador privilegiado hacia la compleja naturaleza del proceso de modernización de la sociedad peruana. Veía reproducirse allí un proceso que ya había observado antes. 
 
Algo semejante se había producido en los años 50 en Lima, donde Chabuca Granda –en la primera fase de su copiosa producción musical–le cantaba a una ciudad colonial, al puente y la alameda, el caballo de paso y al chalán con jipi japa, pañuelo y poncho blanco de lino, a mansiones de reja y laja y jardines perfumados por aromos y diamelas. Sus poderosas imágenes poéticas alimentaron una identidad criolla asumida entusiastamente por la oligarquía terrateniente, la de José Antonio y la hacienda Huando. Y todo esto sucedía en simultáneo con el gran huayco migratorio serrano que en ese mismo momento estaba cambiando profundamente la faz de Lima, convirtiéndola en la ciudad andina que es hoy.
 
Lo verdaderamente notable era que los viejos limeños parecían no ver la nueva realidad que se estaba desplegando ante sus ojos y seguían viendo su ciudad a través de las imágenes edulcoradas de lo que Sebastián Salazar Bondy llamó “la Arcadia colonial”.
 
Este es un proceso histórico que siempre me ha fascinado y que creo ofrece algunas claves fundamentales para entender al Perú de hoy y sus problemas: el desfase que suele producirse entre la realidad objetiva y la representación, subjetiva, que nos hacemos de ella. En periodos de aguda crisis social (como suele ser un proceso de modernización acelerada) los cambios objetivos en la realidad se despliegan con gran velocidad. Pero las visiones que nos hacemos de ella, expresadas a través de ideologías, mentalidades, imaginarios, representaciones, suelen cambiar muy lentamente (“las mentalidades, decía Fernand Braudel, son cárceles mentales de larga  duración”). Y sucede entonces que somos incapaces de ver la realidad que tenemos ante nuestros ojos, y la contemplamos a través de anteojos impregnados de esas visiones pretéritas, que parecieran haberse congelado en nuestras retinas.
 
Algo así observaba que sucedía en la Arequipa de los años 80. El origen de ese malestar que un sector de la sociedad arequipeña ha expresado exasperadamente esta semana, con motivo de los tres días de paralización en apoyo a los campesinos del Valle del Tambo. Junto con los enfrentamientos y el vandalismo desplegados en la ciudad, afloraron entre los “verdaderos arequipeños” violentas manifestaciones de un resentimiento largamente acumulado contra los migrantes que han “invadido” su ciudad. La xenofobia y el racismo se desplegaron con furia en las redes sociales, especialmente contra los migrantes puneños, “serranos”, “indios”, “cholos”, calificativos acompañados de epítetos denigrantes y de expresiones del estilo de “¡lárguense a su tierra!”.
 
Una importante fracción de los arequipeños originarios sigue aprisionada en el mito de la Ciudad Blanca. La alusión al sillar, esa hermosa piedra volcánica que hizo de Arequipa una de las ciudades más bellas del Perú, junto con su mayor homogeneidad étnica en comparación con otras ciudades serranas, se convirtió en un timbre de colonial casticidad,  un poderoso mito de cohesión social revisado entre otros por Alberto Flores Galindo y Sarah Chambers.
 
En la Arequipa que contemplaba en los 80 los arequipeños originarios seguían viendo a su ciudad como dominantemente blanca, que admitía un espacio de orgullo para el “recio cholo arequipeño, orgulloso como el Misti” del que habla una vieja marinera. Pero parecían incapaces de ver el vasto proceso de andinización de la ciudad que con la migración en ese mismo momento se estaba desplegando ante sus ojos. 
 
Una de las consecuencias más importantes del desfase que se ha producido en el Perú entre la realidad objetiva y su representación subjetiva es la persistencia de las mentalidades oligárquicas, que han permanecido vigorosas más allá de la desaparición de la oligarquía misma, como nos lo recordó el presidente de la Sociedad de Minería, Carlos Gálvez, hablando de su empleada doméstica. 
 
La reforma agraria acabó con la hacienda, la servidumbre, los terratenientes y la sociedad oligárquica fundada en la propiedad de la tierra. Pero persistió el mundo mental oligárquico, que impide ver la realidad tal como es, y convierte la movilidad social y la meritocracia, características del proceso de modernización, en algo ilegítimo. Entonces, en momentos de tensión social, aflora el racismo y la xenofobia, como recursos para intentar la misión, imposible, de detener la rueda de la historia.
 
 
 

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