miércoles, 20 de mayo de 2015

El miedo como eficaz antídoto contra la libertad en el ejercicio de los derechos

multa
De nada sirve la proclama legal de cualesquiera derechos, si el miedo coarta la libertad de los ciudadanos -que los ostentan- para ejercitarlos.
Con ese miedo tales derechos son “papel mojado”. Con ese miedo todo es un simple decorado irreal.

Y no en pocas ocasiones, las propias leyes que reconocen y consagran derechos subjetivos, paradójicamente también establecen el antídoto del temor contra su ejercicio.

Sutil y mezquina maniobra para vaciar de contenido –en la praxis-  a múltiples y diversos derechos.
Así, el ejercicio de un derecho no debe estar sujeto a peaje/penalización alguna que interfiera en la libertad plena de su disfrute. Libertad que, de existir algún tipo de penalización, quedaría mermada en mayor o menor medida. 

Ni que decir tiene que así como los derechos deben disfrutarse sin pago de ningún precio, también las obligaciones legales deben cumplirse adecuadamente.

El Derecho procesal penal -en el que me centraré como corresponde a un penalista- es garantista por excelencia, dada la dureza y graves consecuencias derivadas de esa jurisdicción. 

Por tal razón se halla impregnado de una serie de principios rectores tales como el principio acusatorio, el de presunción de inocencia, el de libre valoración de la prueba, etc.
En el seno del primero de esos principios rectores citados se halla ubicado –a su vez y entre otros- el de la doble instancia.

En definitiva, se trata de que cuando en un procedimiento penal recaiga determinada decisión que no satisfaga las legítimas expectativas de una parte, ésta pueda recurrir ante un órgano superior -en busca de una “segunda oportunidad”- argumentando aquello que considere conveniente en defensa de sus intereses y en base a determinadas reglas. 

Ese derecho a la doble instancia que todo “insatisfecho” por la resolución dictada se planteará ejercitar en busca de otra que le resulte más favorable, comportaría, asimismo, el  riesgo de que  la segunda resolución fuese aún más gravosa. 

En este punto, incluso alguien plena y honestamente convencido de  que la resolución primera no es ajustada a derecho y lesiva para él, podría renunciar a esa segunda instancia ante el temor de salir todavía peor parado.

Podría pensar aquello de “virgencita que me quede como estoy”, y renunciar a que se repare una real injusticia. El miedo habría impedido el proceso con resultado ajustado a la verdad. Y eso es terriblemente grave.

Obviamente, no debe olvidarse que  existen casos en  los cuales el recurrente en segunda instancia,  consciente de que la resolución inicial es la ajustada a derecho, prueba “por si cuela” una segunda mejor. 

Pero lo realmente grave es que un inocente sea condenado o que un culpable sea condenado en exceso, y ello debe intentar evitarse al máximo pues resulta más grave –incluso- que la absolución o condena menor de un culpable. Todo lo anterior conforma otro principio, ahora del derecho penal, cual es el del “In dubio pro reo” (en caso de duda, a favor del reo).

Pues bien, como paradigma de un baluarte contra el miedo, el derecho procesal penal (y también otros derechos sancionadores como el administrativo), establece aquí -y vinculado a esa doble instancia- una garantía en el sentido de que las cosas no pueden irte a peor cuando la ejercitas. Se trata de la prohibición de la “reformatio in peius” (reformar a peor). 

A efectos de ejemplo, pensemos en un estudiante que no está conforme con su nota de examen, y planteándose que realmente existe un error de calificación, no solicitase la revisión del mismo por miedo a que, tras la misma –y por motivos correctos que a él se le escapaban-, aún se le bajase la nota obtenida. Si ciertamente el tal estudiante tenía razón y por ese miedo no ha  ejercido el derecho de revisión, el resultado es la muy lamentable perpetuación de la injusticia.

Por ello, la “no reformatio in peius” –se aplique o no en el ámbito académico- desea remover todos los obstáculos que, generados por el temor, dificulten el ejercicio de ese derecho al recurso, para que éste fluya serenamente en busca de lo correcto y justo.

Podría afirmarse que, en estricta justicia, lo adecuado es que aquella decisión que se revisa en segunda instancia, fuese ratificada de entenderla correcta o, de no ser así, corregida al alza o a la baja en función de que la incorrección detectada lo fuese por un inadecuado minus o por un inadecuado plus, respectivamente.

Sin embargo se sacrifica esa idea de estricta justicia a los efectos de potenciar la libertad en el ejercicio del derecho al recurso –barriendo cualquier temor al respecto-. Considerando esta ausencia de temor el bien mayor a preservar y aceptando -en este caso- como un mal menor aquella no tan estricta justicia. Hasta ahí el alcance de la figura en su preocupación por preservar la libertad de su enemigo: el temor.

En definitiva, y como se ha dicho, el antídoto contra el libre ejercicio de los derechos es el miedo. Pues bien, la prohibición de la “reformatio in peius” es, a su vez, un ejemplo de antídoto legal (en  sede del derecho al recurso) contra el antídoto miedo.

Sin embargo y a pesar de lo citado, en ordenamientos jurídicos con mayor afectación cotidiana a la ciudadanía, no siempre se prevén esos neutralizadores de tales miedos y de sus nefastas consecuencias en el libre ejercicio de los derechos. 

Y ello cuando no se fomentan directamente los precitados temores, penalizando incluso –a modo disuasorio- el ejercicio del derecho. Como botón de muestra paso a comentar una misiva aparecida en el apartado  de “Cartas del Lector” del diario “La Vanguardia” de fecha 30/4/15.

En ella un lector relata haber sido objeto de una denuncia por agente municipal en relación a un tema del servicio Bicing, y de que en la citada denuncia (como es sabido) se le informa sobre una bonificación del 50% si hace efectivo el importe de la sanción en el plazo de veinte días naturales y también sobre la posibilidad de formular alegaciones.

Continúa relatando ese lector que se informa respecto a que las alegaciones no interrumpen el plazo para el logro de la bonificación y que tras preguntar cuál es el plazo que tiene la administración para resolver las alegaciones (y ver si alegando de inmediato recibirá respuesta antes de los 20 días naturales, a los efectos de poder acogerse aún al pago bonificado, de resultar denegada la alegación), recibe como respuesta que no se sabe con exactitud, pero  seguro que es superior a los 20 días. 

El tal lector se plantea -con razón- que presentar alegaciones (ejercer un derecho) le puede representar la pérdida de una bonificación del 50%. En definitiva se le penaliza el ejercicio de un derecho.

En definitiva, se disuade de alguna manera al denunciado, a formular alegaciones, con el miedo por la posible pérdida de una bonificación.  Ya tenemos la jugada. Ya tenemos lo que no puede ni debe ser, pero que es. Y sólo es un ejemplo…

Consecuentemente, deben eliminarse esas formas tramposas de frenar el libre ejercicio de los derechos, salvo que  se desee vivir en una simple caricatura de Estado Democrático de Derecho. Y que conste que tal caricatura es la que conviene al sector dominante de la sociedad. Pero no a los demás que somos la mayoría !!

Jordi Cabezas Salmerón


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