De
nada sirve la proclama legal de cualesquiera derechos, si el miedo
coarta la libertad de los ciudadanos -que los ostentan- para
ejercitarlos.
Con ese miedo tales derechos son “papel mojado”. Con ese miedo todo es un simple decorado irreal.
Y no en
pocas ocasiones, las propias leyes que reconocen y consagran derechos
subjetivos, paradójicamente también establecen el antídoto del temor
contra su ejercicio.
Sutil y mezquina maniobra para vaciar de contenido –en la praxis- a múltiples y diversos derechos.
Así, el
ejercicio de un derecho no debe estar sujeto a peaje/penalización alguna
que interfiera en la libertad plena de su disfrute. Libertad que, de
existir algún tipo de penalización, quedaría mermada en mayor o menor
medida.
Ni que decir
tiene que así como los derechos deben disfrutarse sin pago de ningún
precio, también las obligaciones legales deben cumplirse adecuadamente.
El Derecho
procesal penal -en el que me centraré como corresponde a un penalista-
es garantista por excelencia, dada la dureza y graves consecuencias
derivadas de esa jurisdicción.
Por tal
razón se halla impregnado de una serie de principios rectores tales como
el principio acusatorio, el de presunción de inocencia, el de libre
valoración de la prueba, etc.
En el seno del primero de esos principios rectores citados se halla ubicado –a su vez y entre otros- el de la doble instancia.
En
definitiva, se trata de que cuando en un procedimiento penal recaiga
determinada decisión que no satisfaga las legítimas expectativas de una
parte, ésta pueda recurrir ante un órgano superior -en busca de una
“segunda oportunidad”- argumentando aquello que considere conveniente en
defensa de sus intereses y en base a determinadas reglas.
Ese derecho a
la doble instancia que todo “insatisfecho” por la resolución dictada se
planteará ejercitar en busca de otra que le resulte más favorable,
comportaría, asimismo, el riesgo de que la segunda resolución fuese aún más gravosa.
En este punto, incluso alguien plena y honestamente convencido de que
la resolución primera no es ajustada a derecho y lesiva para él, podría
renunciar a esa segunda instancia ante el temor de salir todavía peor
parado.
Podría
pensar aquello de “virgencita que me quede como estoy”, y renunciar a
que se repare una real injusticia. El miedo habría impedido el proceso
con resultado ajustado a la verdad. Y eso es terriblemente grave.
Obviamente, no debe olvidarse que existen casos en los cuales el recurrente en segunda instancia, consciente de que la resolución inicial es la ajustada a derecho, prueba “por si cuela” una segunda mejor.
Pero lo
realmente grave es que un inocente sea condenado o que un culpable sea
condenado en exceso, y ello debe intentar evitarse al máximo pues
resulta más grave –incluso- que la absolución o condena menor de un
culpable. Todo lo anterior conforma otro principio, ahora del derecho
penal, cual es el del “In dubio pro reo” (en caso de duda, a favor del
reo).
Pues bien,
como paradigma de un baluarte contra el miedo, el derecho procesal penal
(y también otros derechos sancionadores como el administrativo),
establece aquí -y vinculado a esa doble instancia- una garantía en el
sentido de que las cosas no pueden irte a peor cuando la ejercitas. Se trata de la prohibición de la “reformatio in peius” (reformar a peor).
A efectos de
ejemplo, pensemos en un estudiante que no está conforme con su nota de
examen, y planteándose que realmente existe un error de calificación, no
solicitase la revisión del mismo por miedo a que, tras la misma –y por
motivos correctos que a él se le escapaban-, aún se le bajase la nota
obtenida. Si ciertamente el tal estudiante tenía razón y por ese miedo
no ha ejercido el derecho de revisión, el resultado es la muy lamentable perpetuación de la injusticia.
Por ello, la
“no reformatio in peius” –se aplique o no en el ámbito académico- desea
remover todos los obstáculos que, generados por el temor, dificulten el
ejercicio de ese derecho al recurso, para que éste fluya serenamente en
busca de lo correcto y justo.
Podría
afirmarse que, en estricta justicia, lo adecuado es que aquella decisión
que se revisa en segunda instancia, fuese ratificada de entenderla
correcta o, de no ser así, corregida al alza o a la baja en función de
que la incorrección detectada lo fuese por un inadecuado minus o por un
inadecuado plus, respectivamente.
Sin embargo
se sacrifica esa idea de estricta justicia a los efectos de potenciar la
libertad en el ejercicio del derecho al recurso –barriendo cualquier
temor al respecto-. Considerando esta ausencia de temor el bien mayor a
preservar y aceptando -en este caso- como un mal menor aquella no tan
estricta justicia. Hasta ahí el alcance de la figura en su preocupación
por preservar la libertad de su enemigo: el temor.
En
definitiva, y como se ha dicho, el antídoto contra el libre ejercicio de
los derechos es el miedo. Pues bien, la prohibición de la “reformatio
in peius” es, a su vez, un ejemplo de antídoto legal (en sede del derecho al recurso) contra el antídoto miedo.
Sin embargo y
a pesar de lo citado, en ordenamientos jurídicos con mayor afectación
cotidiana a la ciudadanía, no siempre se prevén esos neutralizadores de
tales miedos y de sus nefastas consecuencias en el libre ejercicio de
los derechos.
Y ello
cuando no se fomentan directamente los precitados temores, penalizando
incluso –a modo disuasorio- el ejercicio del derecho. Como botón de
muestra paso a comentar una misiva aparecida en el apartado de “Cartas del Lector” del diario “La Vanguardia” de fecha 30/4/15.
En ella un
lector relata haber sido objeto de una denuncia por agente municipal en
relación a un tema del servicio Bicing, y de que en la citada denuncia
(como es sabido) se le informa sobre una bonificación del 50% si hace
efectivo el importe de la sanción en el plazo de veinte días naturales y
también sobre la posibilidad de formular alegaciones.
Continúa
relatando ese lector que se informa respecto a que las alegaciones no
interrumpen el plazo para el logro de la bonificación y que tras
preguntar cuál es el plazo que tiene la administración para resolver las
alegaciones (y ver si alegando de inmediato recibirá respuesta antes de
los 20 días naturales, a los efectos de poder acogerse aún al pago
bonificado, de resultar denegada la alegación), recibe como respuesta
que no se sabe con exactitud, pero seguro que es superior a los 20 días.
El tal
lector se plantea -con razón- que presentar alegaciones (ejercer un
derecho) le puede representar la pérdida de una bonificación del 50%. En
definitiva se le penaliza el ejercicio de un derecho.
En
definitiva, se disuade de alguna manera al denunciado, a formular
alegaciones, con el miedo por la posible pérdida de una bonificación. Ya tenemos la jugada. Ya tenemos lo que no puede ni debe ser, pero que es. Y sólo es un ejemplo…
Consecuentemente, deben eliminarse esas formas tramposas de frenar el libre ejercicio de los derechos, salvo que se
desee vivir en una simple caricatura de Estado Democrático de Derecho. Y
que conste que tal caricatura es la que conviene al sector dominante de
la sociedad. Pero no a los demás que somos la mayoría !!
No hay comentarios:
Publicar un comentario