“Estados Unidos es donde las grandes cosas son posibles”. Estas son palabras de Elon Musk, cuya asombrosa carrera ilustra que el sueño americano todavía puede hacerse realidad.
Musk nació en Sudáfrica, pero emigró a Estados Unidos, a través de Canadá, en la década de 1990. Después de completar sus estudios en economía y física en la Universidad de Pensilvania, se mudó a Silicon Valley con la intención de enfrentar tres de los más “importantes problemas que afectarían más el futuro de la humanidad”: internet, la energía limpia y el espacio. Tras fundar PayPal, Tesla Motors y SpaceX, ha conseguido una tríada asombrosa. A sus 42 años de edad, su riqueza se calcula en US$2400 millones. ¡Así se hace!
Pero por cada Musk, ¿cuántos jóvenes talentosos están allí afuera y nunca tienen uno de estos golpes de suerte cruciales? Todos saben que Estados Unidos ha cobrado una mayor desigualdad social en décadas recientes. De hecho, la última campaña presidencial fue dominada por lo que resultó ser una competencia desigual entre “el 1 por ciento” y “el 47 por ciento”, cuyos votos Mitt Romney descartó.
Pero el verdadero problema tal vez sea más insidioso de lo que insinúan las cifras sobre los ingresos y la distribución de la riqueza. Aún más perturbadora, es la creciente evidencia de que la movilidad social en Estados Unidos ahora ofrece lo peor de ambos mundos: ¿alta desigualdad con baja movilidad social? ¿Y qué tal si esto es uno de los obstáculos estructurales ocultos para la recuperación económica? En verdad, ¿qué tal si la política monetaria actual está empeorando el problema de la movilidad social?
Esto debería ser agua para el molino de los conservadores estadounidenses. Pero los republicanos han reprobado en este reto. Al no poder distinguir entre desigualdad y movilidad, han permitido que los demócratas, de hecho, hagan equiparables las dos, dejando a los republicanos como el partido del 1 por ciento, difícilmente una estrategia para ganar elecciones.
A costas suyas, los conservadores estadounidenses han olvidado la famosa distinción de Winston Churchill entre izquierda y derecha: que la izquierda favorece la línea; la derecha, la escalera. Los demócratas de hecho apoyan políticas que motivan a los votantes a hacer fila por subsidios, políticas que a menudo tienen la consecuencia accidental de atrapar a los destinatarios en una dependencia del Estado. Los republicanos necesitan comenzar a recordarle a la gente que el conservadurismo se trata de algo más que solo recortar beneficios. Se supone que trata de hacer que la gente suba en la escalera de la oportunidad.
La desigualdad y la movilidad social están, por supuesto, relacionadas. Pero no son la misma cosa, como afirman los liberales.
Empecemos por la desigualdad. Ahora es bien sabido que a mediados de la década de 2000, la proporción de ingreso que iba al 1 por ciento de la población en la cima regresó a como era en la época del Gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald. El ingreso promedio del 1 por ciento fue aproximadamente 30 veces más alto que el ingreso promedio de todos los demás. La crisis financiera disminuyó la brecha, pero solo un poco, y brevemente. Ello se debe a que el objetivo primario (y declarado) de la política monetaria de la Reserva Federal desde 2008 ha sido subir el precio de los activos. ¿Adivine qué? Los ricos poseen la mayoría de estos. Para ser precisos, el 1 por ciento en la cima posee alrededor de 35 por ciento del valor total neto de Estados Unidos, y 42 por ciento de la riqueza financiera (nótese que solo en otra economía desarrollada el 1 por ciento posee una proporción tan grande de la riqueza: Suiza).
Al restaurar el mercado bursátil a como estaba antes de la crisis, la Reserva Federal no ha logrado mucho en cuanto a una recuperación económica. Pero ha tenido un éxito brillante en hacer más ricos a los ricos. Y a sus hijos.
Según Credit Suisse, aproximadamente un tercio de los más o menos 1000 multimillonarios del mundo en 2012 eran estadounidenses. Pero de estos, poco menos del 30 por ciento no lo eran por su propio esfuerzo, una proporción significativamente mayor que la de Australia y el Reino Unido. En otras palabras, hoy un multimillonario estadounidense tiene más probabilidades de que haya heredado su riqueza que uno británico.
Este es solo uno de muchos indicadores de una menor movilidad social en EE UU. Según una investigación publicada por el alemán Instituto para el Estudio del Trabajo, 42 por ciento de los hombres estadounidenses que nacen y crecen en el quinto más bajo de la distribución del ingreso terminan por quedarse allí de adultos, en comparación con solo 30 por ciento en Gran Bretaña y 28 por ciento en Finlandia. Las posibilidades de un estadounidense de subir del quinto más bajo al quinto más alto son de 1 en 13. Para un muchacho británico o finés, las posibilidades son mejores: más cercanas a 1 en 8.
Cierto, la distribución relativamente plana del ingreso en los países escandinavos facilita el pasar del fondo a la cima; hay menos distancia financiera que cubrir. Pero no se puede decir lo mismo de Gran Bretaña. De hecho, lo sorprendente de la investigación más reciente sobre la movilidad social es que el Reino Unido —que solía tener la estructura de clases más rígida en el mundo desarrollado— ahora se arriesga a perder ese título ante Estados Unidos. Con razón la serie televisiva Downton Abbey es tan popular aquí.
El sueño americano se ha convertido en una pesadilla de inmovilidad social. Según una investigación de Pew, poco menos del 60 por ciento de los estadounidenses que creció en el quinto más alto de los ingresos terminó quedándose en los dos quintos más altos; una proporción fraccionalmente mayor de quienes nacieron en el quinto más bajo —60.4 por ciento— terminó quedándose en los dos quintos más bajos.
Este es el EE UU tan vívidamente descrito por Charles Murray en su libro de grandes ventas Coming Apart. En un extremo de la escala social, viviendo en lugares con nombres como “Belmont”, está la “élite cognitiva” de aproximadamente 1.5 millones de personas de que habla Murray. Ellos y sus hijos dominan las admisiones de las principales universidades del país. Se casan entre sí y se apiñan en menos de 1000 vecindarios exclusivos, los enclaves de la riqueza que Murray llama las SuperZonasPostales.
En el otro extremo, hay lugares como “Fishtown”, donde nadie tiene más que un diploma de preparatoria; una proporción creciente de niños vive con un solo padre, a menudo una joven y poco educada “madre nunca casada”. No solo los hijos ilegítimos han aumentado en tales lugares, también lo ha hecho la proporción de hombres que se dicen incapacitados para trabajar a causa de una enfermedad o discapacidad o que están desempleados o que trabajan menos de 40 horas a la semana. El crimen prolifera, al igual que la tasa de encarcelamientos. En otras palabras, problemas que solían estar desproporcionadamente asociados con las comunidades afroestadounidenses ahora son endémicos en los campamentos de casas rodantes y las barriadas de alto riesgo habitadas por blancos pobres. Naces allí, te quedas allí, a menos de que te metan a la cárcel.
¿Qué salió mal? Los liberales estadounidenses argumentan que el aumento en la desigualdad inevitablemente provoca una disminución en la movilidad social. Esto fue lo que Alan Krueger, presidente del Consejo de Asesores Económicos, tenía en mente por allá de enero, cuando elaboró la “Curva del Gran Gatsby”, mostrando que los países más desiguales tienen menos movilidad social. (Esperen, ¿no era Gatsby un contrabandista por su propio esfuerzo?) Pero para los ojos europeos, esta también es una historia familiar de trampas de pobreza creadas por bienintencionados programas de bienestar social. Considere el caso resaltado por Gary Alexander, el exsecretario de bienestar público de Pensilvania. A una madre soltera con dos hijos pequeños le va mejor con un empleo de medio tiempo por solo
US$29 000 anualmente —además de los cuales recibe US$28 327 en varios beneficios— que si aceptase un empleo que pagase US$69 000, de los cuales pagaría US$11 955 de impuestos.
US$29 000 anualmente —además de los cuales recibe US$28 327 en varios beneficios— que si aceptase un empleo que pagase US$69 000, de los cuales pagaría US$11 955 de impuestos.
Otro buen ejemplo es el crecimiento en la cantidad de estadounidenses que reclaman beneficios por incapacidad a la Seguridad Social. A mediados de la década de 1980, poco más del 1.5 por ciento de la población recibía tales beneficios; hoy es cercano al 3.5 por ciento. Tampoco (como solía ser el caso) los destinatarios son principalmente viejos. Aproximadamente 6 por ciento de la población con edades entre 45 y 54 años —mi grupo de edad— es beneficiario del seguro de incapacidad de la Seguridad Social. Los pagos para trabajadores incapacitados promedian US$1130 al mes, lo cual resulta en US$13 560 al año, solo US$2000 menos que un salario de tiempo completo en el mínimo federal de US$7.25 la hora.
Tal vez en verdad somos menos sanos de lo que éramos hace 30 años, aun cuando los datos sobre la expectativa de vida dicen una historia diferente. Tal vez el trabajo en verdad se ha vuelto más demandante físicamente hablando, aun cuando el cambio de la manufactura a los servicios también sugiere lo contrario. La posibilidad más creíble es que se ha vuelto más fácil para el ligeramente enfermo o poco apto que se le clasifique como discapacitado y que opte por una pobreza ociosa en vez de una pobreza laborando, la cual solo paga un poco mejor y significa trabajar con ese exasperante dolor de espalda o esa depresión moderada.
De manera significativa, después de dos años de recibir beneficios por discapacidad, se califica para Medicare, inflando la cantidad siempre creciente de beneficiarios del programa de bienestar más oneroso del gobierno federal. Justo ahora, el gasto federal en el cuidado a la salud, según la Oficina de Presupuestos del Congreso, está cercano al 5 por ciento del PIB, pero se predice que se duplicará para la década de 2040. Huelga decirlo, esto refleja el gran cambio demográfico que inexorablemente está aumentando la proporción de adultos mayores en la población. Pero considere cómo la combinación de una población envejecida y los programas de bienestar social están trabajando para reducir los recursos disponibles para los jóvenes.
Según el Instituto Urbano, la proporción actual de gasto federal en los jóvenes es cercana al 10 por ciento, en comparación con el 41 por ciento que va a las porciones no infantiles de la Seguridad Social, Medicare y Medicaid. El gasto gubernamental per cápita —incluidos los presupuestos estatales y locales— es aproximadamente el doble para los viejos que para los niños. Tal vez no sorprenda que la tasa de pobreza infantil sea más del doble que la tasa de pobreza en adultos mayores. Pregúntese usted mismo: ¿qué posibilidad tiene la movilidad social de aumentar en una sociedad que se preocupa dos veces más por la abuela que por el nieto?
El único misterio que queda es por qué este conflicto generacional todavía no se ha vuelto un problema serio en la política estadounidense. Incomprensiblemente, los jóvenes votantes todavía tienden a alinearse con las mismísimas organizaciones que parecen más dispuestas a incrementar las cargas futuras del gobierno (sin mencionar el índice de desempleo juvenil), especialmente los sindicatos del sector público.
Al escribir en 1960, el economista Friedrich Hayek hizo una predicción notable sobre las consecuencias finales del estado de bienestar social. “La mayoría de quienes se jubilarán hacia el final del siglo”, escribió él, “dependerán de la caridad de la generación más joven. Y finalmente no será la moral sino el hecho de que los jóvenes abastecen a la Policía y el Ejército lo que decidirá el problema: campos de concentración para los viejos incapaces de mantenerse por sí mismos posiblemente sea el destino de una generación envejecida cuyo ingreso depende por completo de forzar a los jóvenes”.
Hayek tuvo razón al decir que para 2000 la generación de la posguerra esperaría que los jóvenes cargasen con los costos crecientes de sus jubilaciones extensas y generosamente financiadas. Casi el único entre los economistas de la posguerra, él vio el conflicto generacional que suponía el estado de bienestar social. Pero se equivocó con respecto a cómo reaccionaría la generación más joven. Lejos de cercar a los viejos y ponerlos en campos, los jóvenes son las víctimas dóciles.
Una explicación posible de esta docilidad radica en la otra razón principal para la disminución en la movilidad social: el fracaso desastroso de las preparatorias estadounidenses en los lugares como el Fishtown imaginario de Murray.
A pesar de que se triplicó el gasto por pupilo en términos reales, la educación secundaria estadounidense está fracasando. Según el Consejo de Relaciones Exteriores, tres cuartos de los ciudadanos de EE UU entre los 17 y 24 años no están calificados para unirse al Ejército porque son físicamente inaptos, tienen antecedentes penales, o tienen niveles inadecuados de educación. Un tercio de los graduados de preparatoria reprueba la obligatoria Batería de Exámenes Vocacionales y de Aptitud de los Servicios Armados. Dos quintos de los estudiantes en universidades cuatrienales necesitan tomar cursos de recuperación para reaprender lo que no pudieron dominar en la preparatoria.
En una comparación internacional, Estados Unidos ahora está en el medio de la clasificación de aptitud matemática en adolescentes de 15 años. El estudio más reciente del Programa Internacional para la Evaluación de Alumnos (PISA, por sus siglas en inglés) de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico fue concluyente: en matemáticas, la brecha entre los adolescentes del distrito de Shanghái de China y los de Estados Unidos es tan grande como la brecha entre los adolescentes estadounidenses y los albaneses.
Pero la verdadera conmoción es la diferencia entre niños ricos y pobres. A los cuatro y cinco años de edad, los niños del quinto más pobre de hogares ya están 21.6 meses detrás de los niños de los hogares más ricos de EE UU, en comparación con 10.6 meses en Canadá. La proporción de los quinceañeros que son funcionalmente analfabetos (por debajo del nivel 2 en las pruebas PISA) es de 10.3 por ciento en
Canadá. En EE UU es de 17.6 por ciento. Y los estudiantes de los grupos de clases sociales más altas tienen dos veces más probabilidades de ir a la universidad que quienes están en las clases más bajas.
Canadá. En EE UU es de 17.6 por ciento. Y los estudiantes de los grupos de clases sociales más altas tienen dos veces más probabilidades de ir a la universidad que quienes están en las clases más bajas.
Mientras tanto, hay señales perturbadoras de que las instituciones educativas de élite en EE UU están regresando a su viejo papel de escuelas de etiqueta para los hijos de una élite hereditaria, el papel que tenían cuando F. Scott Fitzgerald se divertía en Princeton.
En una crítica perturbadora a las políticas de admisión en la Liga Ivy, el editor de American Conservative, Ron Unz, recientemente señaló cierta cantidad de anomalías desconcertantes. Por ejemplo, desde mediados de la década de 1990, los asiáticos constantemente han sumado aproximadamente 16 por ciento de la matrícula de Harvard. En Columbia, según Unz, la proporción de asiáticos en realidad ha disminuido de 23 por ciento en 1993 a menos de 16 por ciento en 2011. Aun así, según el censo de EE UU, la cantidad de asiáticos con edades entre 18 y 21 años se ha más que duplicado en ese período. Aún más, los asiáticos ahora suman 28 por ciento de los semifinalistas de las Becas Nacionales al Mérito y 39 por ciento de los estudiantes en el Instituto de Tecnología de California (CalTech), donde las admisiones se basan únicamente en el mérito académico.
Tal vez quienes están a cargo de las admisiones en la Liga Ivy tienen buenas razones para sus decisiones. Tal vez sea correcto que ellos deberían hacer más que simplemente elegir a los estudiantes más talentosos académicamente hablando y trabajadores que soliciten su ingreso. Pero no se puede rechazar, sin pensarlo dos veces, la posibilidad de que, sean cuales sean sus intenciones, el efecto neto de su búsqueda de “diversidad” es de hecho el de reducir todavía más la otrora única movilidad social de EE UU. Tampoco podemos descartar la hipótesis de que el sistema de “legado” quizá sea la clave aquí, conforme la élite cognitiva discretamente arregla el juego a favor de sus hijos con donaciones oportunas.
Como profesor de Harvard, me inquietan estos pensamientos. Al contrario de Elon Musk, yo no llegué a Estados Unidos con la intención de hacer fortuna. La riqueza no era mi sueño americano. Pero sí vine aquí porque creía en la meritocracia estadounidense, y estaba más que seguro de que le enseñaría a menos beneficiarios de privilegios heredados de los que había encontrado en Oxford.
Ahora no estoy tan seguro.
Autor: Niall Ferguson
Fuente: NewsWeek