Bourdieu, Pierre. Es uno de los principales sociólogos y
antropólogos contemporáneos, autor entre otros muchos de libros como El
oficio del sociólogo (en colaboración con J.C Chamboredon y J:C
Passeron), La distinción, El sentido práctico, La reproducción.
Elementos para una teoría de la enseñanza, etc. Director de la revista
Actes de la recherche en sciences sociales y de numerosos trabajos
colectivos de investigación, como el publicado bajo el título La misère
du monde, así como de incisivas denuncias contra las manipulaciones
mediáticas, se destaca también por su militante solidaridad con las
luchas de los trabajadores y, más recientemente, ante la guerra en los
Balkanes, por una clara postura de condena tanto a la agresión de la
NATO como la “limpieza étnica” lanzada contra los kosovares por el
régimen de Milosevic.
Introducción
En esta breve pero densa pieza, escrita para un número especial del journal
L’Arc
dedicado al historiador medieval Georges Duby (cuya gigantesca obra
Bourdieu admiraba y se basaba por su escrupulosa genealogía de la
estructura mental y social de la tríada feudal de caballero, cura y
campesino
[1]), Bourdieu resume y clarifica la tesis central de
La distinción
en el momento en que estaba completando su libro. Este artículo es
valorable por (1) exponer directamente la concepción de Bourdieu de la
“doble objetividad” del mundo social y resaltar la constitución
recursiva de estructuras sociales y mentales; (2) acentuar la capacidad
performativa de las formas simbólicas y sus múltiples niveles de
implicación en luchas sociales sobre y a través de las divisiones
sociales; (3) sugerir paralelismos seductores y diferencias obstinadas
entre el “estructuralismo genético” de Bourdieu y tanto la visión
literaria de Marcel Proust como la microsociología marginalista de
Erving Goffman –dos de sus favoritos “pares antagonistas”. En resumen,
este artículo ilumina cómo Bourdieu mezcló el materialismo sensual de
Marx, las enseñanzas sobre clasificación de Durkheim (extendidas por
Cassirer), y las ideas de Weber sobre jerarquías de honor en un modelo
sociológico de clase totalmente propio.
Loïc Wacquant
Noviembre de 2012
Ser noble es desaprovechar; es una
obligación de aparecer; es estar sentenciado, bajo pena de degradación,
al lujo y al gasto. Incluso hasta diría que esta tendencia a la
prodigalidad se afirmó a sí misma a comienzos del siglo XIII como una
reacción al ascenso social de los nuevos ricos. Para distinguirte de los
canallas, debes desclasarlos mostrando que eres más generoso que ellos.
El testimonio de la literatura es conclusivo en este punto: ¿qué opone
al caballero del advenedizo? El último es tacaño, mientras que el
primero es noble porque gasta todo lo que tiene, alegremente, y porque
se está ahogando en deuda.
Georges Duby, Hommes et structures du Moyen Âge, 1973.
Cualquier emprendimiento científico de clasificación debe tener en
cuenta el hecho de que los agentes sociales aparecen objetivamente
caracterizados por dos órdenes diferentes de propiedades: por un lado,
por propiedades materiales que, empezando con el cuerpo, pueden ser
numeradas y medidas como cualquier otro objeto del mundo físico; y, por
el otro lado, por propiedades simbólicas que están fijadas a través de
una relación con sujetos capaces de percibirlas y evaluarlas y que
demandan ser aprovechadas de acuerdo con su lógica específica. Esto
implica que la realidad social es apta para dos lecturas diferentes: por
un lado, aquellos que se arman con un uso objetivista de estadísticas
para establecer distribuciones (en el sentido estadístico y
también económico), esto es, expresiones cuantificadas de la asignación
de una cantidad definida de energía social, captadas a través de
“indicadores objetivos” (es decir, propiedades materiales), entre un
gran número de individuos competitivos; y, por otro lado, aquellos que
se esfuerzan para descifrar significados y descubrir las operaciones
cognitivas a través de las cuales los agentes las producen y descifran.
El primer enfoque intenta capturar una “realidad” objetiva casi
inaccesible para la experiencia común y para traer a la luz “leyes”,
esto es, relaciones significantes –significantes en el sentido de
no-aleatorias– entre distribuciones. El segundo enfoque no toma como su
objeto la “realidad” misma, sino las representaciones que los agentes
forman de ella y de la completa “realidad” de un mundo social concebido,
a la manera de los filósofos idealistas, como “deseo y representación”.
El primero, que reconoce la existencia de una “realidad” social
“independiente de la consciencia individual y el deseo”, lógicamente
basado en construcciones de la ciencia sobre un quiebre con
representaciones mundanas del mundo social (las “pre-nociones”
durkheimianas). El último, que reduce la realidad social a la
representación que los agentes tienen de ella, lógicamente toma como su
objeto el conocimiento primario del mundo social
[2]: un mero
account of accounts,
como lo expresa Garfinkel, esta “ciencia” que toma como su objeto otra
“ciencia”, la que los agentes sociales utilizan en su práctica, no puede
más que documentar datos de un mundo social que, al final del análisis,
sería nada más que el producto de la mente, esto es, estructuras
lingüísticas.
En contraposición con los físicos sociales, la ciencia social no
puede ser reducida a un registro de las (usualmente continuas)
distribuciones de indicadores materiales de las diferentes especies de
capital. Sin siquiera caer en un account of accounts, debe
integrar en el conocimiento (académico) del objeto el conocimiento
(práctico) que los agentes (los objetos) tienen del objeto. Dicho de
otra manera, debe brindar el conocimiento (académico) de la escasez y el
conocimiento práctico que los agentes adquieren en la competencia por
bienes escasos produciendo divisiones individuales o colectivas que no
son menos objetivas que las distribuciones establecidas por las hojas de
balance de los físicos sociales.
El problema de la clase social ofrece una oportunidad especialmente
propicia para aprehender la oposición entre estas dos perspectivas. De
hecho, el aparente antagonismo entre aquellos que buscan probar la
existencia de clases y quienes desean negarla; de ese modo revelan
concretamente que en las clasificaciones se juega una lucha, esconde una
oposición más importante sobre la teoría del conocimiento del mundo
social. Los primeros, que, para satisfacer sus propósitos, se aferran al
punto de vista de la física social, buscan construir clases sociales
sólo como construcciones heurísticas o categorías estadísticas
arbitrariamente impuestas por el investigador que así introduce
discontinuidad en una realidad continua. Los últimos, buscan fundamentar
la existencia de clases sociales en la experiencia de los
agentes: procuran establecer que los agentes reconocen la existencia de
clases diferenciadas de acuerdo a su prestigio, que pueden asignar
individuos a estas clases basadas en un criterio más o menos explícito, y
que estos individuos se piensan a sí mismos como miembros de clases.
La oposición entre la teoría Marxista, en la
forma estrictamente objetivista que asume frecuentemente, y la teoría Weberiana que distingue entre clases sociales y grupos de status [
Stand],
definidos como tales por aquellas propiedades simbólicas que conforman
el estilo de vida, constituye a su vez otra forma, meramente ficticia,
de esta alternativa entre objetivismo y subjetivismo: por definición,
los estilos de vida realizan su función de distinción sólo para los
sujetos inclinados a reconocerse como tales y la teoría Weberiana de los
grupos de status es muy cercana a todas aquellas teorías subjetivistas
de clases, tales como la de Warner, que incluye estilos de vida y
representaciones subjetivas en la constitución de las divisiones
sociales.
[3] Pero el mérito de Max Weber
reside en el hecho que, lejos de presentarlas como mutuamente
excluyentes, como lo hacen la mayoría de sus comentaristas americanos y
en particular sus epígonos, une estas dos concepciones opuestas,
poniendo así la cuestión de la doble raíz de la división social, en la
objetividad de las diferencias materiales y en la subjetividad de las
representaciones. Sin embargo, le da a esta cuestión, y de esa manera la
envuelve, una solución ingenuamente realista distinguiendo dos “tipos”
de grupos que sólo son dos
modos de existencia de cualquier grupo.
La teoría de las clases sociales debe, entonces, trascender la
oposición entre teorías objetivistas que identifican clases (sea por sus
propósitos de demostrar per absurdum que no existen) con grupos
discretos, meras poblaciones que pueden ser numeradas y separadas por
límites objetivamente inscriptos en la realidad, y teorías subjetivistas
(o, si se prefiere, teorías marginalistas) que reducen el “orden
social” a un tipo de clasificación colectiva obtenida por la agregación
de clasificaciones individuales o, más precisamente, por las
estrategias individuales, clasificadas y clasificantes, en las que los
agentes se clasifican a ellos mismos y a otros.
El desafío propuesto por aquellos que utilizan el argumento de la
continuidad de distribuciones para negar la existencia de las clases
sociales es apuntado hacia aquellos que intentan tomarlo como una
apuesta absurda y una estafa. En efecto, no deja opción más que
confrontar indefinidamente los recuentos contradictorios de las clases
sociales enumeradas en los trabajos de Marx o preguntar las estadísticas
que resuelven esta inmensa parva de paradojas de nuevas formas de la
paradoja de la “parva de granos” que trae a colocación
[4], en la mismísima operación donde revela diferencias y nos permite rigurosamente medir su magnitud, borrando las
barreras
entre ricos y pobres, burguesía y pequeña burguesía, habitantes rurales
y urbanos, jóvenes y viejos, residentes de los suburbios y del centro
de la ciudad, y demás. Las trampas cierran despiadadamente sobre
aquellos que, en el nombre del marxismo, proclaman hoy, con cara
imperturbable, como resultado de la contabilización positivista, que la
pequeña burguesía contabiliza “como máximo 4.311.000”.
[5]
Los sociólogos de la continuidad, de los cuales la mayoría son
“puramente teóricos” –en el mismísimo sentido común que ellos pronuncian
no están basados en ninguna validación empírica– ganan en cada turno
cambiando la carga de la prueba experimental a sus adversarios. Es
suficiente entonces para refutarlos evocando a Pareto, cuya autoridad
ellos comúnmente alegan:
uno no puede trazar una línea para separar de manera absoluta al
rico del pobre, los propietarios de la tierra o el capital industrial de
los trabajadores. Varios autores pretenden trazar desde este hecho la
consecuencia que, en nuestra sociedad, uno no puede hablar
significativamente de una clase capitalista, ni oponer la burguesía a
los trabajadores (Pareto, 1972).
Esto equivale a decir, continúa Pareto, que no existen mayores
porque no sabemos a qué edad, o en qué etapa de la vida, comienza la
vejez.
Reduciendo el mundo social a la representación que algunos forman
mediante la representación que otros proveen o, más precisamente, a la
agregación de representaciones (mentales) que cada agente se forma de
las representaciones (teatrales) que otros le dan, se pasa por alto el
hecho de que las clasificaciones subjetivas están basadas en la
objetividad de una clasificación que no es reducible a la clasificación
colectiva obtenida de resumir clasificaciones individuales: el “orden
social” no está formado sobre la base de órdenes individuales, en el
sentido de un voto o precio de mercado.
[6]
La condición de clase que capturan las estadísticas sociales a
través de diferentes indicadores materiales de la posición en la
relación de producción o, más precisamente, de las capacidades para la
apropiación material de instrumentos de producción material o cultural
(capital económico) y de las capacidades para la apropiación simbólica
de estos instrumentos (capital cultural), determina, directa o
indirectamente, a través de la posición que reciben de clasificaciones
colectivas, las representaciones que cada agente forma de su posición y
sus estrategias de “presentación de sí mismo” (como dice Goffman), es
decir, la escenificación de su posición que él mismo despliega. Esto
puede ser mostrado incluso en el más desfavorable de los casos, tanto en
el universo de la clase media americana, con sus múltiples y revueltas
jerarquías descriptas por el interaccionismo simbólico, como en el
imitado caso representado por el mundo del esnobismo y las ferias como
describe Marcel Proust.
[7]Estos
universos sociales dedicados a estrategias de distinción y pretensión
proveen una despareja aproximación al universo por las que el “orden
social”, resultante de un tipo constante de creación, sería en cada
momento el resultado provisional y continuamente revocable de una lucha
de clase reducida a una lucha de clasificación, a una confrontación
entre estrategias simbólicas intentando modificar posiciones manipulando
las representaciones de posiciones, como aquellas que consisten, por
ejemplo, en negar distancias (pareciendo “simples”, haciéndose uno
mismo “accesible”) para reconocerlas mejor o, por el contrario, para
reconocerlas con ostentación para negarlas (como con una variante del
juego de Schmiel descripto por Eric Berne).
[8]
Este espacio Berkeliano, donde todas las diferencias podrían ser
reducidas al pensamiento de diferencias, donde las únicas distancias
serían aquellas que uno “toma” o “abraza”, es el sitio de las
estrategias que siempre tiene como su principio la búsqueda de
asimilación o desasimilación: pantomima, tratando de identificarse con grupos marcados como superiores porque se reputan como tal, o snob, peleando para distinguirse uno mismo de grupos identificados como inferiores (de acuerdo con la famosa definición, “un snob
es una persona que desprecia a todo aquel que no lo desprecia”).
Forzar el camino de uno a través de puertas de grupos que están ubicados
más alto, más “cerrados”, más “selectos”, para cerrar las propias
puertas a más y más gente: ésta es la ley del mundo del “crédito”. El
prestigio de una feria dependerá del rigor de sus exclusiones (uno no
puede admitir dentro de su lugar a una persona de poca reputación sin
perder la propia reputación) y de la “cualidad” de las personas
invitadas, lo que es medido por la cualidad de las ferias que los
invitan: los altibajos del mercado de acciones para los valores
sociales, recordado por publicaciones socialistas, son medidas por estos
dos criterios, esto es, por un universo de matices infinitesimales, que
llaman a una mirada crítica. En un universo donde todo es clasificado, y
por consiguiente clasificante –los lugares, por ejemplo, donde uno
debiera ser visto como restaurantes de moda, competencia de salto a
caballo, lecturas públicas, exhibiciones; los shows que uno debiera
haber visto, Venecia, Florencia, Bayreuth, el ballet ruso; finalmente
los lugares aislados como las ferias y clubes privados– un perfecto
máster de clasificaciones (que los árbitros de la elegancia se apresuran
a creer pasados de moda ni bien se convierten en lugares demasiado
comunes) es indispensable obtener el mayor grito para las inversiones de
la propia sociedad y, como mínimo, evitar ser identificado con grupos
cuyos valores han caído. Somos clasificados por nuestros principios de
clasificación: no son sólo Odette y Swann, quienes saben cómo nombrar el
“nivel de chic” de una cena simplemente leyendo la lista de invitados,
sino también Charlus, Madame Verdurin, y el Primer Presidente en
vacaciones en Balbec que tienen diferentes clasificaciones, que los
clasifican al mismo momento que piensan que son clasificantes. Y esto
ocurre infaliblemente porque nada varía más claramente con la posición
de uno en las clasificaciones que la propia visión de las
clasificaciones.
Sería peligroso, sin embargo, aceptar como es la visión del “mundo”
que ofrece Proust, aquella del “pretendiente” que ve el “mundo” como un
espacio a ser conquistado, en la manera de Madame Swann cuyas salidas
siempre son expediciones riesgosas, comparadas en algún punto con la
guerra colonial. Para el valor de individuos y grupos no es una función
directa del trabajo de la alta sociedad de los
snobs en el grado sugerido por Proust cuando escribe: “Nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los otros”.
[9]
El capital simbólico de aquellos que dominan la alta sociedad, Charlus,
Bergotte o el Duque de Guermantes, no depende solamente de desdenes y
denegaciones, de expresiones de “frescura” o ansias, de marcas de
reconocimiento y testimoniales de descrédito, de muestras de respeto o
desprecio, en resumen, del juego completo de juzgamiento recíproco. Es
cuando la forma sublimada tomada por tan planas realidades objetivas
como aquellas registradas por los físicos sociales, castillos o tierra,
títulos de propiedad, de nobleza o de aprendizaje superior, que éstas
son transfiguradas por la percepción encantada, mistificada y cómplice
que define el esnobismo propiamente (o, en un nivel diferente, la
pretensión de la pequeña burguesía). Las operaciones de clasificación se
refieren no sólo a las claves de juicios colectivos, sino también a las
posiciones en distribuciones que dicho juicio colectivo ya narra. Las
clasificaciones tienden a abrazar las distribuciones, por lo tanto
tienden a reproducirlas. El valor social, como crédito o descrédito,
reputación o prestigio, respetabilidad u honorabilidad, no es el
producto de las representaciones que los agentes realizan o forman, y el
ser social no es meramente un ser-percibido.
Los grupos sociales, y en especial las clases sociales, existen dos
veces, por así decirlo, y lo hacen previo a la intervención de la
mirada científica misma: existen en la objetividad del primer orden,
aquella que es registrada por la distribución de propiedades materiales;
y existen en la objetividad de segundo orden, aquella de las
clasificaciones contrastadas y las representaciones producidas por
agentes sobre la base de un conocimiento práctico de estas
distribuciones como las expresadas en los estilos de vida. Estos dos
modos de existencia no son independientes, aun cuando las
representaciones disfrutan de una autonomía definida con respecto a las
distribuciones: la representación que los agentes forman de su posición
en el espacio social (así como la representación de la misma que ellos
construyen –en el sentido jerárquico, como en Goffman) es el producto de
un sistema de esquemas de percepción y apreciación (habitus) que
es él mismo el producto encarnado de una condición definida por una
posición definida en distribuciones de propiedades materiales
(objetividad I) y de capital simbólico (objetividad II), y que toma en
cuenta no sólo las representaciones (que obedecen las mismas leyes) que
otros tienen de esta posición y cuya agregación define al capital
simbólico (comúnmente designado como prestigio, autoridad, etc.), sino
también la posición en distribuciones simbólicamente retraducidas como
estilo de vida.
Mientras se rehúsa a garantizar que las diferencias existen sólo
porque los agentes creen o hacen creer a otros que existen, nosotros
debemos admitir que las diferencias objetivas, inscriptas en propiedades
materiales y en los beneficios diferenciales que proveen, son
convertidas en distinciones reconocidas en y a través de
representaciones que los agentes forman y realizan de ellas. Cualquier
diferencia que sea reconocida, aceptada como legítima, funciona por el
mismísimo hecho como un capital simbólico proveyendo una prueba de
distinción. El capital simbólico, conjuntamente con las formas de prueba
y poder que asegura, existe sólo en la relación entre propiedades
distintas y distintivas, como el cuerpo adecuado, lenguaje, vestimenta,
muebles interiores (cada uno de los cuales recibe su valor de su
posición en el sistema de propiedades correspondientes, siendo este
sistema referido objetivamente al sistema de posiciones en
distribuciones), y los individuos o grupos dotados con esquemas de
percepción y apreciación que los predispone a reconocer (en el
doble sentido del término) estas propiedades, esto es, a constituirse en
estilos expresivos, transformadas e irreconocibles formas de posiciones
en relaciones de fuerza.
No hay una sola práctica de propiedad (en el sentido de objeto
apropiado) característica de una manera particular de vida a la que no
se le pueda dar un valor distintivo como una función de un principio de
pertenencia socialmente determinado y por lo tanto expresa una posición
social. La prueba es que el mismo aspecto “físico” o “moral”, por
ejemplo, un cuerpo flaco o gordo, una piel oscura o clara, el consumo o
rechazo de alcohol, pueden ser dados valores (posicionales) opuestos en
la misma sociedad en diferentes épocas o en diferentes sociedades.
[10] Para que una práctica o propiedad funcione como un
signo de distinción,
es suficiente que sea puesta en relación con una u otra práctica o
propiedad entre aquellas que pueden ser prácticamente sustituidas por
ella en un universo social dado, y por tanto que pueda ser ubicada
nuevamente en el universo simbólico de prácticas y propiedades que,
funcionando de acuerdo a la lógica específica de sistemas simbólicos,
aquel de la brecha o distancia diferencial, retraduce diferencias
económicas en marcas distintivas, signos de distinción, o estigma
social. El símbolo de distinción, arbitrario como el signo lingüístico,
recibe las determinaciones que lo hacen aparecer como necesario en la
conciencia de agentes sólo desde su inserción en las relaciones de
oposición constitutivas del sistema de marcas distintivas que es
característica de una formación social dada. Esto explica que, siendo
esencialmente racional (la mismísima palabra de distinción lo expresa
bien), símbolos de distinción, que pueden variar ampliamente dependiendo
de las capas sociales a las cuales son opuestos, no obstante son
percibidas como los atributos innatos de una “distinción natural”. Lo
que propiamente caracteriza los símbolos de distinción, sean tanto los
estilos de hogares como su decoración, o la retórica de un discurso, los
“acentos” lingüísticos o el corte y color de una prenda, modales de
mesa o disposiciones éticas, reside en el hecho que, dada su función
expresiva son, como fueron, doblemente determinadas: están determinadas,
primero, por su posición en el sistema de signos distintivos y,
segundo, por la relación bi-unívoca de correspondencia que obtiene entre
aquel sistema y el sistema de posiciones en la distribución de bienes.
Por lo tanto, cada vez que sean tomadas como socialmente pertinentes y
legitimadas como una función de un sistema de clasificación, las
propiedades acabarán siendo sólo bienes materiales expuestos a entrar en
intercambios y a beneficios de rendimiento material para convertirse en
expresiones,
signos de reconocimiento que signifiquen y adquieran valor a través del conjunto completo de brechas o distancias [
écarts]
en relación a otras propiedades –o no-propiedades. Las propiedades
encarnadas o cosificadas entonces funcionan como una especie de lenguaje
primordial, a través del cual somos hablados más de lo que lo hablamos,
a pesar de todas las estrategias de presentación de uno mismo.
[11]
Cualquier distribución desigual de bienes y servicios tiende por lo
tanto a ser percibido como un sistema simbólico, esto es, como un
sistema de marcas distintivas: distribuciones, tales como las de
automóviles, lugares de residencia, deportes, juegos de mesa, etcétera,
son, para la percepción común, demasiados sistemas simbólicos dentro de
los cuales cada práctica (o no-práctica) recibe un valor. La suma de
estas distribuciones socialmente pertinentes boceta el sistema de
estilos de vida, el sistema de distancias diferenciales engendradas por
el gusto y apropiadas por el gusto como signos de buen o mal gusto y,
por lo mismo, como títulos de nobleza capaces de traer un beneficio o
distinción tanto mayores cuando su escasez relativa es más alta o como
una marca de infamia.
La teoría objetivista de clases sociales reduce la verdad de las
clasificaciones sociales a la verdad objetiva de estas clasificaciones,
olvidando inscribir en la definición completa del mundo social la
primera verdad contra la cual fue construida (la cual vuelve a exigir
una práctica política orientada por esta verdad objetiva, so pretexto de
aquellos obstáculos que debe superar continuamente para poder imponer
una visión del mundo social conforme a esa teoría). La objetivación
científica está completa sólo cuando está también aplicada a la
experiencia que la obstaculiza. Y la teoría adecuada es aquella que
integra la verdad parcial capturada por el conocimiento objetivista y la
verdad específica a la experiencia primaria como el (más o menos
permanente y total) error de reconocimiento de esa verdad, esto es, el
conocimiento desencantado del mundo social y el conocimiento de
reconocimiento como la cognición encantada o mistificada de la cual es
el objeto en la experiencia primaria.
El error de reconocimiento de los fundamentos reales de las
diferencias de los principios de su perpetuación es lo que hace al hecho
que el mundo social no es percibido como el sitio de conflicto o
competencia entre grupos dotados con intereses antagónicos sino como un
“orden social”. Cada reconocimiento es no reconocimiento: cada tipo de
autoridad, y no sólo aquella que se impone a sí misma a través de
comandos, sino aquella que es considerada sin tener que ser considerada,
aquella que es considerada natural y que está sedimentada en el
lenguaje, un comportamiento, modos, un estilo de vida, o incluso en
cosas (cetros y coronas, heroínas y trajes en otras épocas, autos
lujosos y oficinas espléndidas hoy en día), descansa en una forma de
creencia primitiva, más profunda y más imborrable que lo que comúnmente
transmitimos por esa palabra. Un mundo social es un universo de
presuposiciones:
los juegos y las bases que propone, las jerarquías y las preferencias
que impone, en resumen el ensamble de condiciones de adhesión tácitas,
es tomado por seguro por aquellos que pertenecen a él y que está cargado
de valor en los ojos de aquellos que quieren ser de él, todo esto
descansa en el fondo del acuerdo entre las estructuras del mundo social y
las categorías de percepción que constituyen la “doxa” o, a decir de
Husserl, la
proto doxa, una percepción del mundo social natural y dada por sentada.
[12]
El objetivismo, que reduce las relaciones sociales a sus verdades
objetivas sobre las relaciones de fuerza, olvida que esta verdad puede
ser representada por un efecto de mala fe colectiva y de la percepción
encantada que las transfigura en relaciones de dominación, autoridad y
prestigio legítimas.
Cualquier capital, cualquiera sea la forma que asuma, ejerce una
violencia simbólica tan pronto como es reconocido, esto es, mal
reconocimiento en su verdad como capital, y se impone como una autoridad
pidiendo por reconocimiento. El capital simbólico no sería nada más que
otra manera de designar lo que Max Weber llama carisma si él, que sin
dudas ha entendido mejor que nadie que la sociología de la religión es
un capítulo de la sociología de poder (y no uno menor), atrapado
en/maniatado por la lógica de tipologías realistas, no ha hecho del
carisma una forma particular de poder en lugar de verlo en una dimensión
de ningún poder, esto es, otro nombre para la legitimidad como el
producto de reconocimiento o no reconocimiento, o de la creencia (éstas
son tan cuasi-sinónimos) “en virtud de qué personas que ejercen
autoridad están dotadas de prestigio”. La creencia es definida por el
mal reconocimiento del crédito que otorga su objeto y que agrega a los
poderes que este objeto tiene sobre él, nobleza, buena voluntad,
reputación, notoriedad, prestigio, honor, renombre, o hasta un don,
talento, inteligencia, cultura, distinción, gusto –tantas proyecciones
de creencia colectiva que la creencia cree que descubre en la
naturaleza
de sus objetos. El esnobismo o las pretensiones son las disposiciones
de creyentes que están siempre obsesionados por el miedo de una grieta,
de un desliz de error de juicio y de cometer un pecado contra el buen
gusto e inevitablemente dominados por los poderes trascendentes a los
que renuncian por el mero hecho de reconocerlos, arte, cultura,
literatura, alta moda u otros fetiches de la alta sociedad,
[13]
y por los recipientes de estos poderes, aquellos árbitros arbitrarios
de la elegancia –diseñadores de moda, pintores, escritores o críticos–
meros productos de la creencia social que ejerce un poder real sobre los
creyentes, sea el poder para consagrar objetos materiales transfiriendo
sobre ellos lo sagrado colectivo o el poder para transformar las
representaciones de aquellos que delegan su poder a ellos. La creencia
es una adhesión que ignora que trae a la luz aquello a lo que adhiere;
no sabe, o no quiere saber, que todo lo que hace por el encanto
intrínseco de su objeto, su carisma, no es más que el producto de
incontables operaciones de crédito y descrédito, todos igualmente
inconscientes de su verdad, que son realizadas en el mercado de bienes
simbólicos y materializadas en símbolos oficialmente reconocidos y
garantizados, signos de distinción, formas de consagración, y certifica
el carisma como títulos de nobleza o credenciales de escuela, marcas
“cosificadas” de respeto recurriendo a formas de respeto, con brillo y
ceremonia, cuyo efecto es expresar no sólo la posición social de uno
sino también el reconocimiento colectivo que se le ha otorgado por el
mero hecho de permitirle hacer una pantalla pública de su importancia.
En contraposición con la pretensión, derivar de una discrepancia entre
la importancia que el sujeto se otorga a él mismo y aquella que el grupo
le otorga, entre lo que el “se permite a sí mismo” y lo que se le es
permitido, entre las pretensiones y ambiciones legítimas, la autoridad
legítima asegura y se impone por el sólo hecho de no tener nada más que
hacer que existir para imponerse.
[14]
Como una operación de alquimia social, la transformación de
cualquier especie de capital en capital simbólico, como las posesiones
legitimas fundadas sobre la naturaleza de su poseedor, siempre presupone
una forma de trabajo, un visible gasto (que no necesita ser visible) de
tiempo, dinero y energía, una
redistribución que es necesaria
para asegurar el reconocimiento de la distribución, en la forma de
reconocimiento otorgado por el que recibe al que, estando mejor situado
en la distribución, está en una posición para dar, un reconocimiento de
no endeudamiento que es también un reconocimiento de valor.
[15]
El estilo de vida es la principal y, tal vez hoy, la más fundamental de
estas manifestaciones simbólicas, vestimenta, muebles o cualquier otra
propiedad que, funcionando de acuerdo a la lógica de pertenencia y
exclusión, crea diferencias en capital (entendido como la capacidad de
apropiarse de bienes escasos y sus beneficios correspondientes) visibles
bajo una forma tal que escapan a la brutalidad injustificada del hecho,
datum brutum, mera insignificancia o pura violencia, para
acceder a esta forma de mal reconocimiento y violencia denegada, que es
por lo tanto afirmada y reconocida como legítima, es decir violencia
simbólica.
[16] De más decir que el
“estilo de vida” y la “estilización de vida” transfiguran las relaciones
de fuerza en relaciones de significado, en un sistema de signos que,
siendo “definidos”, como dice Hjelmslev, “no positivamente por sus
contenidos, sino negativamente por sus relaciones con los demás términos
del sistema”
[17], están predispuestos por una especie de armonía preexistente a expresar el propio
ranking
en las distribuciones: aunque ellos derivan su valor de su posición en
un sistema de oposiciones y no son más que lo que otros no son, los
estilos de vida –y los grupos que distinguen– parecen no tener otro
fundamento más que la disposición natural de sus portadores, como esta
distinción que se dice “natural”, aunque –las palabras lo dicen– existe
sólo en y a través de sus relaciones de contraposición con otro,
disposiciones más “comunes”, esto es, estadísticamente más frecuentes.
Con la distinción natural, el privilegio contiene su propia
justificación. La legitimación de la teatralización que siempre acompaña
el ejercicio de poder se extiende a todas las prácticas, y
especialmente a consumos que no necesitan ser inspirados por la búsqueda
de distinción, como la apropiación material y simbólica de trabajos de
arte, que parecen tener como único problema las disposiciones de una
persona
en su singularidad irremplazable. Como los símbolos religiosos para
otros modos de dominación, los símbolos del capital cultural, cosificado
y encarnado, contribuye a la legitimación de la dominación y el propio
arte de vivir
de quienes tienen el poder contribuye al poder que lo hace posible en
la medida que sus condiciones reales de posibilidad permanezcan
ignoradas y como es percibido, no sólo como la manifestación legítima de
poder, sino como la justificación de legitimidad.
[18]
“Los grupos de status” basados en “estilos de vida” no son, como cree
Weber, una especie de grupo diferente a las clases, sino
clases denegadas, o si uno prefiere, sublimadas y por tanto clases legitimadas.
Bibliografía
Baudelot, Christian / Establet, Roger / Malemort, Jacques, La petite bourgeoisie en France. Maspéro: París, 1974.
Berne, Eric, Games People Play. Ballantine Books: Nueva York, 1964.
Bourdieu, Pierre, “The Invention of the Artist’s Life”. En: Yale French Studies 73 ([1975] 1987), pp. 75-103.
–, The Ball of Bachelors: The Crisis of Peasant Society in Béarn. University of Chicago Press: Chicago, 2008 [2002].
–, / Delsaut, Yvette, “Le couturier et sa griffe: contribution à une théorie de la magie”. En: Actes de la recherche en sciences sociales 1/1 (otoño de 1975), pp. 7-36.
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Introducción, traducción y comentarios de Loïc Wacquant. [LW
version del 10/04/2012, revisado 14/08/2012 – Introduction del
14/11/2012] © Pierre Bourdieu/Loïc Wacquant * A aparecer en Journal of Classical Sociology, primavera de 2013. Traducción de María Luján Veiga.
[1] Véase Georges Duby,
The Three Orders: Feudal Society Imagined. University of Chicago: Chicago, 1982 [1978].
[2] Considerando aquí solamente esta
forma de física social (representada, por ejemplo, por Durkheim) que
coincide con la cibernética social para admitir que realmente sólo puede
ser conocida por el desarrollo de instrumentos lógicos de
clasificación, no intentamos negar la especial afinidad entre energías
sociales y la inclinación positivista para construir clasificaciones
tanto como particiones arbitrarias “operacionales” (como las categorías
etarias o los estratos de ingresos) o como roturas “objetivas”
(delimitadas por las discontinuidades en distribuciones o inflexiones de
curvas) que uno únicamente debe registrar. Sólo deseamos acentuar que
la alternativa fundamental se opone, no a la “perspectiva cognitiva” y
conductista (o cualquier otra forma de análisis social mecanicista),
sino a las relaciones hermenéuticas de significado y una mecánica de
relaciones de fuerza.
[3] W. Lloyd Warner,
Social Class in America: The Evaluation of Status (New York: Harper & Row, 1960).
[4] N de T: La paradoja de una pila es una de varias “
Sorite puzzles”
formulada por Eubulides de Miletus (350 AC), el estudiante de Sócrates y
fundador de la Megarian school of logic. También es conocida como
“argumento poco a poco”: ya que un grano de trigo no hace una pila,
entonces dos granos tampoco, entonces tampoco lo hacen miles de granos.
La premisa es cierta pero la conclusión es falsa dado que la
indeterminación afecta los predicados.
[5] N de T: Bourdieu alude aquí al libro de Christian Baudelot, Roger Establet y Jacques Malemort,
La petite bourgeoisie en France
(Maspéro: París, 1974), en el que los autores, usando una definición
estrictamente objetivista de clase basada en la fuente de ingreso
propia, desarrollan un esquema contable Bizantino permitiéndoles
contabilizar a la pequeña burguesía.
[6] Consideré una expresión
particularmente típica de esta marginalidad social, adaptada para su uso
de la metáfora: “Cada individuo es responsable por la imagen de
comportamiento de sí mismo y diferentes imágenes de otros, para que un
hombre sea expresado por completo, los individuos deben amarrar manos en
una cadena de ceremonia, cada uno dando diferencialmente con
comportamientos apropiados para con el que está a la derecha que será
recibido diferencialmente del que está a la izquierda” (Goffman, 1958:
484).
[7] Erving Goffman,
The Presentation of Everyday Life (Penguin: New York, 1990, orig. 1958) y Marcel Proust,
Remembrance of Things Past (Wordsworth: Londres, 2006 [1913-1937]).
[8] Eric Berne,
Games People Play
(Ballantine Books: New York, 1964) es un análisis transaccional de la
estructura de interacción social y las motivaciones detrás de ellas con
la conducción de un psiquiatra.
[9] Marcel Proust,
A la recherche du temps perdu, Gallimard: París, (La Pléiade: París, Vol. 1, pág. 19; traducido como
Remembrance of Things Past, Vol. 1, Wordsworth: Londres, 2006), y Goffman (“The Nature of Deference and Demeanor,”
art. cit.): “El individuo debe confiar en los demás para completar su propia imagen.”
[10] Joseph Gusfield muestra, en un libro verdaderamente hermoso (
Symbolic Crusade: Status Politics and the American Temperance Movement,
University of Illinois Press: Urbana and London, 1968), cómo la
abstinencia, que era el símbolo por excelencia de la membresía en la
burguesía de la América del siglo XIX, fue progresivamente repudiada,
entre los mismos círculos sociales, a favor de un consumo moderado de
alcohol que se ha vuelto un elemento de un nuevo, más “relajado”, estilo
de vida.
[11] La lengua en sí misma siempre
habla, además de lo que dice, de la posición social del hablante (hay
incluso momentos donde no transmite nada más), debido a la posición que
ocupa –lo que Troubetzkoy llama su “estilo expresivo”– en el sistema de
estos estilos [N de T: véase Nicolai Trubetzkoy,
Principles of Phonology,
University of California Press: Berkeley, CA, 1969, un libro que
Bourdieu ha traducido al francés para la serie “Le sens commun” que
dirigió en Editions de Minuit].
[12] Véase Edmund Husserl,
Ideas
Pertaining to a Pure Phenomenology and to a Phenomenological Philosophy.
First Book: General Introduction to a Pure Phenomenology (Martinus Nijhoff, The Hague, 1983 [1913]), capítulo 4.
[13] Pierre Bourdieu y Yvette Delsaut, “Le couturier et sa griffe: contribution à une théorie de la magie”. En:
Actes de la recherche en sciences sociales 1, no. 1 (Fall, 1975), pp.. 7-36.
[14] Cada agente debe, en cada
momento, tener en cuenta el precio que recoge en el mercado de bienes
simbólicos y que define a lo que puede acceder (es decir, entre otras
cosas, lo que puede aspirar y lo que puede apropiarse legítimamente en
un universo donde todos los bienes son en sí mismo jerarquizados). El
sentido del valor fiduciario (que en algunos universos, como el campo
intelectual o artístico, puede ser la fuente de valor vendida) guía
estrategias que, para ser reconocidas, deben estar vinculadas justo al
nivel correcto, ni muy alto (pretensión) ni muy bajo (vulgaridad, falta
de ambición), y en particular las estrategias de disimilación de y
asimilación en otros grupos que pueden, dentro de ciertos límites, jugar
con distancias reconocidas. (Mostré en otro lugar cómo el
“envejecimiento” del artista es, por un lado, un efecto de incrementar
en capital simbólico y de su correspondiente evolución de
ambiciones legítimas). Pierre Bourdieu, “The Invention of the Artist’s Life”. En:
Yale French Studies 73 ([1975] 1987), pp.. 75-103.
[15] En sociedades precapitalistas,
este trabajo de transmutación se impone con especial rigor debido al
hecho que la acumulación de capital simbólico es frecuentemente la única
forma de acumulación, de hecho y por ley. Generalmente, cuanto más alta
la censura de las manifestaciones directas del poder del capital
(económico o incluso cultural), más capital debe ser acumulado en la
forma de capital simbólico.
[16] Cuanto más débil el grado de
familiaridad mutual, las operaciones más comunes de clasificación deben
confiar en simbolismos para inferir posición social: en villas o
ciudades pequeñas, el juicio social puede basarse en un conocimiento
comprensivo de las más determinantes características económicas y
sociales. En contraste, en
encuentros anónimos y ocasionales de
la vida urbana, el estilo y el gusto sin dudas contribuyen en una moda
mucho más decisiva para guiar el juzgamiento social y las estrategias
desarrolladas en interacciones. En este contraste, ver Pierre Bourdieu,
The Ball of Bachelors: The Crisis of Peasant Society in Béarn. University of Chicago Press: Chicago, [2002] 2008].
[17] La cita es en realidad de Ferdinand de Saussure,
Cours de linguistique générale (Paillot: París, 1968), pág. 162 (trans.
Course In General Linguistics,
Mc-Graw Hill: New York, 1965). Esta proposición fue luego más
desarrollada por Hjelmslev and the Linguistic Circle of Copenhagen, ver
Louis Hjelmslev,
Prolegomena to a Theory of Language (University of Wisconsin Press: Madison, [1943] 1961).
[18] Esto implica que el análisis del
campo de poder como el sistema de posiciones de poder no puede ser
separado del análisis de las propiedades (en los dos sentidos) de los
agentes que ocupan esas posiciones y de la contribución que estas
propiedades traen a la perpetuación del poder a través de efectos
simbólicos que ejercen.
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